—Lo juro por mi vida —dijo Julieta, levantando tres dedos—. Solo hice eso, y fue porque no quería que el niño creciera en un hogar monoparental. ¡Lo hice por el bien de ambos!
Sabrina sonrió con frialdad.
—¿Estás segura? Te daré una última oportunidad.
Mientras no hubiera pruebas, nadie confesaría sus crímenes.
Y Julieta no era una excepción. Daba igual a qué se refiriera Sabrina, si no había pruebas, ella no había hecho nada.
Sabrina entrecerró los ojos, con la voz afilada como el hielo.
—Pensaba darte una oportunidad si confesabas, pero como no la quieres, no me culpes a mí.
Julieta sintió un vuelco en el corazón. Frunció el ceño y miró a Sabrina. ¿Qué más sabía?
—Sabri, ¿qué más ha hecho? —preguntó Felipe con el rostro sombrío.
Sabrina no lo dijo en voz alta. Llevó a Felipe a un lado y le susurró:
—La razón por la que Ignacio entró en coma fue por el incienso de sándalo.
—¿El incienso? —Felipe sabía que en la habitación de Ignacio siempre quemaban sándalo. Pensaba que era para calmarlo.
—Sí. Y usted sabe quién dio la orden de quemarlo, ¿verdad? —Sabrina le contó toda la historia.
Decidió no hacerlo público por su propia seguridad y la de Ignacio.
Si se enfrentaba abiertamente a Julieta, su vida correría peligro. Y si Julieta se enteraba de que habían cambiado el incienso, seguro que intentaría algo nuevo contra Ignacio.
Eso sería desastroso para él, que estaba a punto de despertar.
Al oírla, Felipe tembló de ira. Sintió ganas de matar a Julieta.



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