—Has oído al abuelo. Cuando te recuperes, no tendrás que andarte con rodeos —dijo Sabrina, de pie junto a la cama.
La venganza es un plato que se sirve frío, y más para alguien como Ignacio, que había sufrido tanto a manos de ellos.
Ignacio asintió. Con el respaldo de su padre, ajustar cuentas sería mucho más fácil.
Las viejas y las nuevas deudas serían saldadas. Y los que lo habían emboscado, lo pagarían con creces.
***
Pasó una semana. Ignacio ya podía sentarse, pero sus piernas no respondían. No tenía fuerza en ellas.
Sabrina le consiguió una silla de ruedas y lo ayudó a sentarse, enseñándole a usarla.
—Este botón es para avanzar, este para retroceder, y el del medio para detenerse.
Ignacio, con una expresión de desánimo, asintió levemente.
—¿Te sientes mal por tener que usar una silla de ruedas? —preguntó Sabrina, adivinando sus pensamientos. Para un hombre tan orgulloso como él, era un golpe devastador.
Ignacio apretó los labios y, tras un momento, la miró a los ojos.
—¿Te… te doy asco? —su voz seguía siendo ronca.
Sabrina frunció el ceño.
—¿Cómo puedes pensar eso?
—Ahora soy un inútil. Si quieres… —los ojos de Ignacio se ensombrecieron. Nunca había imaginado que, después de meses en coma, la secuela sería no poder caminar.
Pasar de ser una persona normal a un lisiado era algo que nadie podía aceptar.
Si ni siquiera él podía aceptarse, ¿cómo iban a aceptarlo los demás?
Ignacio asintió. Ansiaba volver a ver el mundo exterior.
—Haz lo que creas conveniente.
—También le diré a Julieta que venga. Es hora de que todos sepan lo que te hizo —antes, con Ignacio en coma, tenía que ser cautelosa.
Pero ahora que había despertado, ya no tenía miedo.
Julieta pagaría por sus actos.
—Como tú digas. Pásame el teléfono, tengo que hacer una llamada.
Sabrina le trajo su teléfono, que había estado apagado todo ese tiempo.
Al encenderlo, cientos de mensajes inundaron la pantalla.

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