De repente, sonó un teléfono. Al ver la llamada, el rostro de Ignacio se ensombreció. Miró a Sabrina.
—¿Me traes un vaso de agua, por favor?
Era una excusa evidente para que se fuera, pero ella obedeció sin rechistar y salió de la habitación.
Pasaron unos diez minutos antes de que Ignacio abriera la puerta y saliera en su silla de ruedas.
Sabrina y Matías estaban en el salón. Al verlo, ambos lo miraron.
—Aquí tienes tu agua —dijo Sabrina, entregándole el vaso.
—Gracias —Ignacio bebió un sorbo y luego se dirigió a Matías con voz neutra—. Más tarde te pago lo que te debo. Ya puedes irte.
Matías, sin embargo, reaccionó con una calma desconcertante. Una sonrisa enigmática se dibujó en sus labios y lo miró con una expresión cargada de significado, pero no dijo nada.
Sabrina, en cambio, se quedó de piedra. No podía creer que lo primero que hiciera Ignacio al despertar fuera despedir a Matías.
—Espera, Matías nos ha ayudado muchísimo. Además, firmamos un contrato de seis meses, y apenas han pasado dos.
La actitud de Ignacio era como la de un ciego que, al recuperar la vista, lo primero que hace es tirar su bastón.
Durante todo el tiempo que estuvo en coma, Matías se había desvivido por él. Ella incluso pensaba en renovarle el contrato cuando terminara.
Aunque no fuera como cuidador, sería un excelente guardaespaldas. ¿Dónde iba a encontrar a alguien capaz de enfrentarse a ocho hombres a la vez?
—Entonces nos atendremos al contrato. Le pagaré la indemnización que corresponda, no le faltará ni un centavo —dijo Ignacio con firmeza. Era evidente que su decisión era irrevocable.
—Ignacio, entremos a hablar.
Sin esperar su consentimiento, Sabrina empujó la silla de ruedas hacia la habitación.
Cerró la puerta con llave y lo miró.
—Ignacio, si vas a despedir a Matías, al menos dale una razón —dijo con calma.
—¿Has visto su currículum? —le devolvió él la pregunta.
Sabrina frunció el ceño.
—Claro que sí. Cumplía todos mis requisitos, estaba muy satisfecha.



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