Habían pasado décadas juntos, y ahora que se separaban, no podía evitar sentir una mezcla de tristeza y preocupación. Pero sabía que era el sueño de Felipe.
—Ya lo sé. ¿Por qué te pones tan sentimental a tu edad? —le dijo Felipe, dándole un golpecito en la cabeza, como cuando era niño y lo pillaba robando comida.
—Con los años, uno se vuelve más sensible —respondió Ángel, con una sonrisa entre lágrimas.
—Bueno, me voy. Cuídense todos —dijo Felipe y, temiendo que se le escaparan las lágrimas, se despidió con la mano y subió rápidamente al carro.
Ignacio y Sabrina observaban el lujoso vehículo alejarse, con una expresión de sentimientos encontrados.
—¿Estás seguro de que conseguirás que el abuelo vuelva antes de que acabe el mes? —preguntó Sabrina.
—Si no vuelve por las buenas, lo traeré por las malas —respondió Ignacio. Quizás influenciado por Sabrina, él también había tenido pesadillas con un accidente de avión en los últimos días. Cada vez que se despertaba, lo hacía bañado en un sudor frío. El sueño era tan vívido que parecía real.
—¿Tan drástico? —dijo Sabrina, esbozando una sonrisa.
—Prefiero ser drástico a perderlo.
—¿Crees en mi sueño? —preguntó ella. Antes, Ignacio parecía dudar, pero ahora estaba claro que creía en él.
—Yo también he soñado que sufría un accidente de avión —confesó Ignacio, apretando los labios—. El sueño era tan real… El avión se estrellaba y se hundía más de treinta metros en la tierra, sin dejar rastro de los pasajeros.
Sabrina se quedó de piedra. ¿Cómo era posible que su sueño fuera idéntico a las noticias del accidente en su vida pasada? ¿Acaso su renacimiento había provocado que Ignacio también recordara su vida anterior? Pero antes de que Felipe sufriera el accidente, Ignacio aún no había despertado.
—¿Y qué más has soñado? —le preguntó Sabrina.
—El sueño es muy borroso, hay imágenes que no logro recordar, o que se desvanecen al despertar. Lo único que permanece es la imagen del accidente. ¿Y tú? ¿Soñaste lo mismo que yo?
Sabrina contuvo el aliento. Sus ojos vacilaron y su corazón se aceleró tanto que podía oír sus propios latidos.
—¿Reencarnación? ¡Qué tontería! No creo en esas cosas.
Aunque Ignacio era la persona en quien más confiaba, no podía admitir que había renacido. No hay secretos que duren para siempre; si lo admitía, la noticia se extendería y se convertiría en el objeto de estudio de algún científico loco, condenada a una vida de tormento.
—Sabri, pareces nerviosa —observó Ignacio, que no había perdido detalle de su reacción. ¿Por qué se alteraba tanto al hablar de la reencarnación?
—¡No, qué va! Es que me parece una idea muy extraña —dijo Sabrina, forzando una sonrisa.
—La verdad es que has cambiado mucho —comentó Ignacio, medio en broma—. Eres muy diferente a como eras antes de mi accidente.

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