—Yo tengo mal fario, doy mala suerte a mis parejas. No pienso tener novio ni casarme —respondió Adriana, agitando la mano.
—¿Eh? ¿De verdad crees en esas cosas?
—Cada uno tiene su destino, cada paso que damos ya está escrito.
Sabrina sonrió sin decir nada. Si no hubiera renacido, quizás se habría creído lo que decía Adriana. Pero si todo estaba predestinado, ¿cómo era posible renacer? A menos que su propio renacimiento también fuera obra de alguien.
—Nacho es un buen hombre, no le falles —le advirtió Adriana, pasándose un dedo por el cuello—. O si no, te las verás conmigo.
—Te llevas tan bien con Ignacio, ¿sabes lo que le pasó en el ataque? —preguntó Sabrina, dejando la cucharilla y apoyando el rostro en las manos, con una sonrisa.
Adriana se quedó de piedra por un momento y luego replicó:
—¿No lo sabes tú?
—¿Así que tú sí lo sabes?
—¡Claro! Cuando lo atacaron, fui la primera en llegar. No exagero si digo que le salvé la vida.
Sabrina se quedó de piedra. ¿Adriana era la salvadora de Ignacio? ¿Y por qué entonces él siempre la trataba con tanta frialdad?

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