Karina se estremeció y, en un parpadeo, volvió en sí por completo.
Sintió cómo la cara se le encendía hasta parecer un tomate, y con las manos temblorosas, se quitó de encima la pierna de Lázaro, regresando de inmediato a su asiento.
Bajó la cabeza tanto, que casi la enterró en el pecho, sin atreverse a mirar siquiera de reojo al hombre a su lado.
Entre ellos se instaló un silencio extraño, casi incómodo, mientras en la mesa de al lado la voz de Valentín se elevó intencionalmente, como queriendo asegurarse de que todos lo escucharan.
—Fati, en cuanto termine estas cosas del trabajo, me lanzo al extranjero y traigo a tu mamá de regreso. Ya nos toca empezar a organizar la boda de verdad, no vaya a ser que por ahí alguien siga soñando con lo imposible y se ponga a molestar.
Fátima le respondió con una voz tan dulce que era casi empalagosa.
—Valentín, qué detallista eres. Mi mamá estará feliz cuando se entere que ya tenemos fecha para la boda.
Valentín soltó una risa desdeñosa.
—Pues claro. Yo no soy como esos que solo buscan vivir a costa de la mujer, que se casan a las carreras sin pensar en la familia de la novia. Ni siquiera saben comportarse, ni se merecen ser llamados hombres.
Pero Karina ni siquiera escuchaba esa conversación. Su cabeza seguía vibrando, todo su pensamiento girando en torno a lo que acababa de pasar.
No podía sacarse de la mente ese beso.
Por más que ya no era una adolescente inexperta, y en el pasado había besado a Valentín muchas veces, nunca, jamás, había sentido algo parecido.
El contacto de los labios de Lázaro era cálido, casi ardiente.
Cuando la besó, sintió como si algo le hubiera golpeado el corazón con fuerza.
Incluso, llegó a morderle el labio superior y lo chupó suavecito.
Y su lengua, apenas rozando sus dientes, la hizo estremecerse por dentro.
Nada, absolutamente nada, de lo que había experimentado antes con Valentín, se le comparaba.
Karina, con una mezcla de vergüenza y sorpresa, llegó a una conclusión ridícula: aquel beso de Lázaro era mucho mejor que cualquiera de Valentín.
Quizá, pensó, era gracias a esa famosa exnovia tan perfecta que había tenido.
Mientras tanto, al otro lado de la mesa, Lázaro también se quedó pensando en ese beso.
Los labios de esa mujer eran demasiado suaves.
Como gelatina, que con solo rozarla te envicia.
Y aunque apenas fue un toque, estuvo a punto de perder el control y de querer devorarla entera.


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