Karina no sabía ni dónde poner la mirada. —Dámela... dámela a mí, con eso está bien —alcanzó a decir.
Recibió la ropa y casi salió corriendo del cuarto, llamando a una de las empleadas para que la llevara a lavar.
Pero justo cuando iba a entregarla, de entre las prendas cayó un bóxer negro, aterrizando justo a sus pies.
Por puro reflejo, Karina se agachó para recogerlo. Apenas sus dedos rozaron la tela suave, el cerebro le hizo clic y comprendió al instante de qué se trataba.
Las mejillas se le encendieron. Agarró la prenda con dos dedos, como si le diera asco, y se la lanzó a la empleada. —¡Llévate eso de una vez!
La empleada se aguantó las ganas de reír y salió con la ropa en brazos.
Karina se quedó vagando un rato afuera de su cuarto. Cada vez que le venía a la mente la imagen de él, tan atractivo y seguro de sí mismo, sentía que no tenía agallas para volver a entrar.
Decidió pedirle a la empleada que le consiguiera un pijama de hombre, talla grande, pero la respuesta fue un rotundo “no hay ninguno en la casa”.
Resulta que cuando se empeñó en borrar toda huella de Valentín, no dejó ni una sola prenda de hombre en la mansión.
Ahí estaba Karina, parada en la puerta, dudando, dándole mil vueltas al asunto. Al final, apretó los dientes y empujó la puerta para entrar.
Al abrir, lo primero que vio fue a Lázaro, completamente relajado, sentado en su silla gamer rosa, con las piernas largas cruzadas y una actitud de lo más tranquila.
Tenía en la mano uno de los cuadernos de Karina y hojeaba las páginas. Al oír el ruido, ni siquiera levantó la vista, solo preguntó con esa voz profunda y calmada: —Ya regresaste. ¿Y mi pijama?
La mirada de Karina se fue directo a la cintura de él, donde apenas se sostenía la toalla. Por un segundo, su cabeza se llenó de imágenes de Lázaro sin nada de ropa, y la cara le ardió más fuerte.
Caminó rápido al clóset, sacó la bata de baño más grande y de color rosa claro que tenía y se la entregó casi empujándosela al pecho.
—Toma, prueba con esto.
No se atrevió a mirarlo, giró el rostro y tragó saliva, rogando que su mente no le jugara más bromas.
El hombre alzó una ceja, pero no dijo nada. Dejó el cuaderno, se levantó y con la bata en la mano entró al baño.
...
Cuando volvió a salir, Karina sintió que hasta el aire se le atascaba en el pecho.



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