El hombre arrugó el entrecejo, echando una mirada fugaz de reojo.
—¡Voltea para que te vea! —Karina no pudo evitar sonar ansiosa.
Pero él, como si no hubiera escuchado, le acercó la toallita húmeda.
—Límpiate —dijo mientras se la entregaba—. Quédate acostada, sólo voy a cambiarme la venda.
Apenas terminó de hablar, se dio la vuelta y salió de la habitación.
Vestía una camiseta negra. Si no hubiera sido por ese instante, Karina jamás habría notado que, bajo esa ropa, la herida ya se había abierto de nuevo.
El estómago se le hizo nudo.
Recordó el incendio, cuando él la protegió con su cuerpo del techo que se venía abajo, y aquel gemido ahogado de dolor.
Seguro fue en ese momento que se lastimó.
Sin embargo, él no dijo ni una palabra, y hasta la estuvo cargando varias veces como si nada le hubiera pasado.
Karina se mordió el labio, frustrada. ¿Por qué no le dio importancia a su herida?
De pronto, la puerta de la habitación se abrió de golpe.
Pensó que era Lázaro que regresaba, así que se giró con nerviosismo.
—¿Ya terminaste de curarte tan rápido?
No terminó la frase, pues al ver quién estaba en la entrada, su expresión se endureció por completo.
Eran justo las dos personas que menos quería ver en ese momento.
Valentín entró con Fátima del brazo, y en la otra mano traía una canasta de frutas. Echó un vistazo por toda la habitación.
—¿Con quién hablabas?
Al ver que Karina estaba sola, su ceño se frunció aún más.
—¿Y la persona que te está cuidando? ¿Cómo dejan que te quedes aquí sola? Eso es una irresponsabilidad.
Hablaba como si todavía tuviera algún derecho a reclamarle, como si siguiera siendo su esposo.
Karina bajó el tono, lanzándole una mirada cortante.
—No necesito que te hagas el preocupado.
Fátima se adelantó, con voz dulce:
—Karina, ¿te sientes mejor?
Agitó un termo metálico en la mano.
—Valentín me contó que te gusta el caldo de pollo negro. Yo misma preparé este con hierbas especiales, para que te repongas. ¿Por qué no lo pruebas?
Mientras hablaba, empezó a servirlo en un tazón pequeño.
—Estoy bien… Sólo se ensució la pulsera de diamantes que me regalaste…
—Quítatela, yo me encargo de que la limpien —la voz de Valentín se volvió increíblemente dulce.
Karina bajó la mirada, viendo sus dedos manchados del caldo caliente.
Por suerte, Lázaro le había dejado antes la toallita húmeda. Poco a poco, limpió cada rincón de sus manos.
Cuando Valentín y Fátima regresaron, ella ya se había recompuesto.
Fátima se mostró comprensiva y le dijo:
—No te preocupes, Karina, estoy bien. Sólo se ensució la pulsera que me dio Valentín, nada grave.
Valentín la miró con furia contenida y le soltó:
—¿Tanto te molesta que yo cuide a Fati? Es solo una pulsera, Karina. ¿Era para tanto tu reacción?
Karina no pudo sino reírse de la rabia. Levantó la mano y apuntó directo a la puerta.
—Lárguense. No quiero volver a verlos. Cada vez que los veo, me dan ganas de vomitar.
La frente de Valentín se tensó, a punto de explotar, pero antes de que pudiera decir algo, Fátima soltó un “¡Ay!” como si hubiera descubierto algo importante.
Sus ojos se quedaron fijos en la muñeca de Karina, donde una pulsera de cristales rosados brillaba bajo la luz, como si contuviera pequeños destellos.
—Karina, esa pulsera… —Fátima abrió los ojos de par en par—. ¿De dónde la sacaste?

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