Magdalena caminó por las calles de Puerto Santo sin rumbo fijo.
El sol de la tarde le calentaba la piel, pero por dentro sentía un frío glacial. El aire olía a sal y a gasolina, una mezcla extraña que le recordaba que estaba viva.-
Había salido de esa jaula de oro con lo puesto: un simple vestido de algodón y unos zapatos planos.
No tenía dinero, ni teléfono, ni un lugar a donde ir.
Pero se sentía más libre que nunca.
Mientras doblaba una esquina para evitar la avenida principal, escuchó un grito ahogado proveniente de un callejón estrecho y sucio.
—¡Suéltame! ¡Te digo que me dejes en paz!
Magdalena se detuvo. Su primer instinto fue seguir de largo, no meterse en problemas. Ya tenía suficientes.
Pero la voz sonaba joven, desesperada.
Otro grito, esta vez de dolor.
Al diablo. No podía irse.
Se asomó al callejón. Tres hombres corpulentos, con aspecto de matones, estaban acorralando a una chica contra la pared. La chica no tendría más de diecinueve años, vestía ropa de fiesta cara pero rasgada y tenía el maquillaje corrido por las lágrimas.
—Vamos, bonita, no te hagas la difícil. Solo queremos divertirnos un poco —dijo uno de los hombres, mientras le agarraba el brazo con fuerza.
—Mi papá los va a matar —sollozó la chica, que más tarde sabría que se llamaba Valeria Soto.
El hombre se rio.
—Claro que sí, princesa. Pero primero, nos vamos a divertir.
Fue suficiente.
Magdalena recogió una botella de vidrio vacía del suelo y la rompió contra el borde de un contenedor de basura.
El sonido agudo hizo que los tres hombres se giraran.
Vieron a una mujer sola, con un vestido sencillo, sosteniendo el cuello de una botella rota como si fuera un arma.
—Déjenla en paz —dijo Magdalena, su voz sorprendentemente firme.
Los matones se miraron y estallaron en carcajadas.
—¿Y tú quién eres? ¿Su hada madrina? —se burló el líder.
El segundo intentó lanzar un puñetazo, pero el hombre misterioso lo interceptó, le torció el brazo con un crujido espantoso y lo noqueó con un golpe de codo en la mandíbula.
Todo ocurrió en menos de cinco segundos.
El callejón quedó en silencio, roto solo por los gemidos del primer hombre que Magdalena había herido.
Magdalena se quedó inmóvil, con el corazón latiéndole a mil por hora, la botella rota todavía en su mano.
El hombre se giró lentamente hacia ella.
Era alto, con una presencia que llenaba todo el espacio. Emanaba un aura de poder y peligro que era casi palpable.
Sus ojos oscuros la recorrieron, deteniéndose por un instante en la botella que sostenía.
Luego, su mirada se encontró con la de ella.
Y por un momento, Magdalena sintió que ese hombre podía ver directamente a través de ella, hasta el fondo de su alma recién renacida.
Ese hombre era Camilo González.
Aunque ella aún no lo sabía.

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Renacida para la Venganza: De Esposa Abandonada a Reina Intocable