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Se Casó con Otra para Humillarme, Ahora Ruega por Probar mi Sabor romance Capítulo 6

Un ruido metálico y ensordecedor retumbó desde el techo.

Natalia levantó la vista, horrorizada. Pesadas puertas de acero, gruesas y manchadas de grasa, comenzaron a descender de las paredes, bloqueando las salidas principales con una velocidad implacable.

La puerta de servicio por la que iba a escapar. Bloqueada. La entrada principal. Bloqueada.

Estaba atrapada.

La orden de Lorenzo no había sido para contener el fuego. Había sido para sellar su tumba.

El humo negro y acre lo invadió todo. Era espeso, aceitoso, y se le metía en los pulmones, quemándola desde dentro. Cayó de rodillas, tosiendo violentamente, con los ojos llorando sin control.

El calor era insoportable, como estar dentro de un horno. El aire chisporroteaba a su alrededor.

A través del velo de humo, vio una imagen que le heló la sangre. Las llamas estaban lamiendo la base de dos grandes tanques de gas propano, los que alimentaban la mitad de las estufas.

Iban a explotar.

El pánico la atenazó, frío y paralizante. Iba a morir allí. Sola. Por un bolso.

Entonces, un recuerdo lejano, una historia casi olvidada, emergió de las profundidades de su mente. Su abuelo, que había trabajado como albañil en la construcción de ese mismo hotel décadas atrás.

Una noche, mientras le enseñaba a hacer tortillas, le había contado un secreto. "En la despensa grande", le había dicho con una sonrisa pícara, "dejamos un ducto de ventilación viejo sin sellar. El ingeniero se olvidó de ponerlo en los planos. Es nuestro pequeño atajo al callejón".

La despensa.

La esperanza, frágil pero feroz, la impulsó a moverse. Se arrastró por el suelo resbaladizo, guiándose por la memoria. El humo era tan denso que no podía ver a más de un metro de distancia.

Llegó a la puerta de la despensa y la abrió de una patada. Dentro, el aire era ligeramente más respirable.

A tientas, palpando las estanterías metálicas llenas de latas y sacos de harina, buscó la pared del fondo.

Con sus últimas fuerzas, empujó otra rejilla y cayó aparatosamente sobre un suelo de cemento.

Estaba fuera.

Estaba en un callejón de servicio, apestando a basura y a humo. El aire frío de la noche nunca le había parecido tan dulce.

Se puso en pie, tambaleándose. Vio el resplandor de las luces rojas y azules de los camiones de bomberos al final del callejón. Escuchó el ulular de las sirenas.

Se miró el antebrazo. Una quemadura roja y supurante se extendía por su piel, un recuerdo ardiente de las llamas.

El dolor físico era agudo, pero no era nada comparado con la gélida certeza que se instaló en su corazón.

Él la había dejado morir.

Levantó la cabeza y caminó lentamente hacia las luces parpadeantes.

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