La tarjeta de metal negro se sentía pesada en la palma de su mano, como si contuviera el peso de su última esperanza.
Natalia se quedó mirando el número de teléfono grabado con láser. Su corazón martilleaba contra sus costillas, un tambor frenético de miedo y una pizca de algo que no se atrevía a nombrar.
¿Qué le iba a decir? ¿"Hola, me han despedido, casi me queman viva y ahora mi ex amante está tratando de arruinar a mi familia, me podría ayudar"? Sonaba patético. Desesperado.
Y ella estaba desesperada.
Cerró los ojos, respiró hondo el aroma a guiso de su madre que se filtraba por la puerta y marcó los números en su teléfono. Su pulgar temblaba tanto que tuvo que intentarlo dos veces.
Acercó el teléfono a su oído, el plástico frío contra su piel.
Un tono. Dos.
Luego, un clic. No hubo un saludo casual. Solo una voz de mujer, tan eficiente y fría como el acero quirúrgico.
—Oficinas de Matías Arrieta.
La voz era tan profesional, tan corporativa, que a Natalia se le secó la boca. De repente, el pequeño apartamento le pareció cutre y ruidoso.
—Hola… buenos días —tartamudeó, carraspeando para aclarar su garganta—. Mi nombre es Natalia Ramírez. Me gustaría hablar con el señor Arrieta, por favor.
Hubo una pausa al otro lado de la línea. El silencio no fue de espera, fue de evaluación.
—El señor Arrieta no toma llamadas no solicitadas —respondió la asistente. El tono era de rechazo final, la voz de alguien que despachaba a cientos de personas como ella cada día.
—Yo… él me dio su tarjeta —insistió Natalia, aferrándose a ese hecho como a un salvavidas—. Hace unos meses.
—¿Tiene usted una cita programada, señorita Ramírez?
—No, pero…
—Entonces le sugiero que envíe un correo electrónico detallando el motivo de su llamada. Será revisado por el departamento correspondiente.
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