Detrás de ella, se escuchó el suave roce de ropa, y enseguida Estefanía sintió cómo Benicio le subía la pierna del pantalón de dormir.
El “sistema de defensa” de Estefanía se activó de inmediato: se dio la vuelta, se hizo bolita y abrazó sus piernas con fuerza.
Las manos de Benicio estaban cubiertas de aceite para masaje, dejando en el aire un aroma tenue a medicina tradicional.
—Voy a darte un masaje —dijo, extendiendo la mano—. El doctor Torres me dio otra botella del medicamento.
—No hace falta —replicó Estefanía mientras bajaba la pierna del pantalón.
—Estefanía —pronunció su nombre despacio, con firmeza—, muchas cosas puedes tomarlas a la ligera, pero ¿también vas a hacer berrinche con algo tan serio como el tratamiento?
No era un berrinche.
Simplemente no quería volver a mostrarle su parte más vulnerable.
Cuando recién se había lastimado y empezó la rehabilitación, también necesitaba masajes diarios en la pierna. Benicio lo hizo personalmente muchas veces, pero nunca la miró de frente; siempre desviaba la mirada, mientras sus dedos trabajaban en su pierna.
Estefanía sabía que a él le disgustaban las cicatrices que cubrían su pierna.
Lo que Benicio nunca supo fue que ese desagrado le dolía más que cualquier herida física, como si un carro la hubiera atropellado de nuevo, destrozándole el alma.
Habían pasado cinco años. Las heridas ya habían cicatrizado, y ella no quería, ni podía, volver a abrirlas, ni recordarse el dolor que tanto le había costado enterrar.
—El doctor Torres dice que aún hay una pequeña esperanza. ¿Por qué no lo intentamos una vez más? —Benicio le sostuvo el tobillo.
Ella intentó zafarse, pero él no la soltó.
—Tan solo por el esfuerzo del doctor Torres, que viene hasta la casa a ponerte las agujas, ¿no podemos intentarlo de nuevo? —insistió, subiéndole de nuevo la pierna del pantalón y comenzando a masajearla con las manos llenas de aceite.
Estefanía giró el rostro.
Ahora, no era que no quisiera verlo a él.
Era que no quería ver la expresión de rechazo en su cara, no quería ver cómo apartaba la mirada.
Tal vez si no lo veía, sería menos doloroso.
Benicio masajeaba los puntos exactos con soltura.
Aunque él la mirara con desprecio, su conciencia lo había hecho encargarse de su rehabilitación desde el principio. Ahora, retomando la rutina, sus manos no habían perdido habilidad: presionaba donde debía, con la fuerza necesaria.
Pasaron al menos treinta minutos. Cuando por fin terminó, Estefanía estaba a punto de quedarse dormida. Apenas la tapó con la manta, ella despertó, dándose cuenta de que el masaje había terminado.
—Voy a lavarme las manos —anunció él, con las manos aún impregnadas de aceite.
Estefanía se dio la vuelta, de cara a la pared, y se acomodó para dormir otra vez.
Benicio volvió enseguida, acostándose detrás de ella. Como la cama era pequeña, quedó pegado a su espalda.
Por instinto, Estefanía se hizo a un lado, pero él la alcanzó y le rodeó la cintura.
—¿No estabas dormida?
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El Baile de Despedida del Cisne Cojo
Muy bonita novela desde principio cada capítulo es un suspenso...