No quería pensar en nada.
Últimamente, el insomnio se había convertido en su compañero. Pasaba las noches en vela y, cuando por fin lograba dormir, el sueño era tan ligero que cualquier cosa podía despertarlo.
Soñaba todo el tiempo.
Apoyado ahí, de pronto le llegó el cansancio. Sin darse cuenta, se sumió en ese letargo y, poco a poco, volvió a soñar.
Soñó con la época en la que tenía poco más de diez años. Su papá lo había dejado, le había arrojado un puñado de billetes y una tarjeta, insultándolo, diciéndole que era igual de desgraciado que su madre, que nunca más lo buscara.
En ese entonces, joven y orgulloso como era, se había dado la vuelta sin mirar atrás. Ni siquiera pensó en recoger el dinero.
Sabía que, desde un rincón, alguien lo observaba.
Unos ojos claros y asustados, como los de un conejo, siempre llenos de temor y ansiedad.
Ella solía espiarlo a escondidas. Cada vez que él volteaba, ella apartaba la mirada como si de verdad fuera una liebre asustada.
Era muy delgada y bailaba. Tenía talento, bailaba de maravilla.
Pero, a diferencia de otras chicas que bailaban, ella nunca se mostraba segura de sí misma. Practicaba en silencio, sola. Y en cuanto salía del salón de práctica para regresar al aula, se volvía invisible, como si no existiera.
Sin embargo, ella no sabía lo llamativa que era en la fiesta de Año Nuevo de la escuela.
Con el vestuario de presentación, el maquillaje escénico... era la que más brillaba sobre el escenario.
...
—Benicio, ¿esa Estefanía de tu salón...?
—¡Lárgate!
—¡Hazte a un lado! ¡Déjame entrar!
Despertó de golpe, sobresaltado por ese grito de “¡Hazte a un lado! ¡Déjame entrar!”
La puerta de la oficina se abrió y él tardó unos segundos en ubicarse.
Últimamente, soñaba mucho con personas y cosas de hace años.
—¡Beni! Ernesto de verdad se está pasando, ¿puedes creer que mandó a alguien para que no me dejaran pasar? —Cristina llegó hasta su escritorio.
La secretaria, parada junto a la puerta, tenía cara de pocos amigos.
Benicio le hizo una seña para que se retirara, luego le habló a Cristina:
—No es culpa de Ernesto, fui yo quien dio la orden. Nadie puede entrar sin permiso.
—¡Entonces es culpa de tu nueva secretaria! No sabe con quién se mete, si dices nadie, ¡yo no estoy incluida! —Cristina se apoyó en el escritorio, sujetándose la cara con ambas manos.
—¿Por qué viniste? —Benicio evitó mirarla a los ojos.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El Baile de Despedida del Cisne Cojo
Muy bonita novela desde principio cada capítulo es un suspenso...