La habitación del hospital privado era blanca.
Un blanco estéril que dolía en los ojos, tan impecable y vacío como se sentía ella por dentro.
Alejandra Robles, con la piel pálida pegada a los pómulos y la mirada perdida en un punto invisible de la pared, trazó su nombre en la línea punteada del documento. Su firma era temblorosa, la de una extraña.
Una enfermera de sonrisa ensayada y compasión de manual tomó la tabla con el papel. A cambio, le deslizó sobre la mesa una pequeña caja de madera oscura, pulida hasta brillar. Pesaba tan poco.
—Lo lamento mucho, señora.
La voz de la enfermera era un susurro profesional, diseñado para consolar sin involucrarse.
Alejandra no respondió. No tenía palabras. Solo tomó la urna y la apretó contra su pecho. La madera estaba fría, o quizá era su piel la que ya no tenía calor. Era lo único que le quedaba de Luna.
En la pared, colgado como un cuadro de mal gusto, un televisor de pantalla plana estaba encendido. Sin sonido. Un canal de sociales.
Mostraba imágenes de una boda de ensueño. Flores blancas, un vestido de diseñador que costaría más que una casa, sonrisas deslumbrantes.
El titular en la parte inferior de la pantalla ardía en letras doradas: "LA BODA DEL AÑO: Ricardo Estevez y la aclamada chef Natalia Fuentes se dan el 'Sí, acepto'".
Las imágenes se superpusieron en su mente.
El sonido cristalino de la risa de Luna, de cinco años, persiguiendo una mariposa en el jardín.
El perfume caro y empalagoso de Natalia Fuentes.
La voz sedosa y cruel de Natalia: "Ricardo, querido, no podemos llamar a una ambulancia todavía. Piensa en el escándalo para mi marca. Mañana es mi gran lanzamiento".
La voz de Ricardo, su marido, tensa y fría. La voz que una vez había amado. "Espera, Alejandra. No hagas un drama. Arreglaremos esto en silencio".



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