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El Valiente Renacer de una Madre Soltera romance Capítulo 107

Quizá no en todo momento.

Sofía lanzó una mirada fugaz a Santiago, pero justo cuando lo miró, se dio cuenta de que él la observaba fijamente, sin apartar la vista.

Sintió un estremecimiento en el corazón y de inmediato desvió la mirada.

Santiago, sin preocuparse en lo absoluto, seguía mirándole la cara con esa intensidad suya.

—Ya van dos veces, Sofía.

Sofía se quedó congelada por el comentario, hasta sus manos se detuvieron en seco.

¿A qué se refería con “dos veces”?

Levantó la cabeza, desconcertada, y se encontró de frente con la mirada profunda del hombre.

En ese instante, entendió lo que quería decir.

La primera vez fue cuando Bea tuvo diarrea y él la ayudó a cuidar en el hotel.

La segunda era justo ahora, cuando Bea había sido raptada, y otra vez lo estaba molestando a media noche.

Sofía apretó los labios.

—Mañana me llevo a Bea.

—No es eso lo que quise decir.

Santiago arrastró una silla sin más preámbulo y se sentó de manera despreocupada, pero con esa presencia que nadie podía ignorar.

Bea, ya con la pancita llena y renovada energía, comenzó a moverse inquieta en su regazo. Pero ni así, los brazos de Santiago perdieron firmeza; la sostenía como si lo hubiera hecho toda la vida.

Un hombre de traje abrazando a una bebé con chupón. Extrañamente, la escena tenía una armonía inesperada.

Sofía parpadeó, suavizando el tono.

—Entonces, ¿a qué te refieres?

—Rafael no se equivocó en lo que dijo. Ustedes, solas y sin nadie más, siempre están en peligro afuera. Y aquí, Olivetto es territorio de la familia Cárdenas.

La voz del hombre sonó orgullosa, casi altanera, pero Sofía guardó silencio.

No estaba exagerando.

La familia Cárdenas era la más poderosa de Olivetto, dueña y señora de la economía local.

Si aceptaba su protección, en efecto, no tendría que seguir huyendo con Bea ni vivir con el miedo a cuestas.

Los ojos de Sofía se ensombrecieron.

Siempre pensó que, esforzándose lo suficiente, podía cuidar a Bea y protegerla hasta que creciera sana y salva.

Pero lo que ocurrió esa noche la obligó a cuestionar sus propias capacidades.

¿De verdad podía proteger a Bea?

Rafael había enviado a sus hombres y, ante todos, le arrancaron a Bea de los brazos. Y ella no pudo hacer nada.

La espalda de Sofía, que siempre mantenía erguida, de pronto se encorvó, como si una losa invisible la aplastara, robándole hasta el aire.

Santiago notó el cambio en su ánimo; incluso su voz bajó de tono sin quererlo.

—Eres mi esposa. Villas del Monte Verde siempre ha sido tu casa.

Sonó tan suave, casi como si intentara hipnotizarla.

—No.

Sofía negó con la cabeza.

Santiago se quedó helado, sorprendido.

Ella mordió su labio, se inclinó y tomó a Bea de sus brazos.

Santiago la miró directo a los ojos.

—¿Por qué?

La luz de la cocina permaneció encendida hasta el amanecer.

Santiago no pegó un ojo en toda la noche. Cuando por fin se fue, echó una última mirada al cuarto de Sofía antes de salir rumbo a la oficina.

Sofía despertó cuando los primeros rayos de sol le acariciaron la mejilla.

Bea seguía dormida. Ella, tratando de no hacer ruido, empezó a empacar sus cosas.

Abrió la puerta con mucha cautela: la casa estaba completamente silenciosa.

Sofía asomó la cabeza, se aseguró de que Santiago no estuviera y sacó la maleta.

Si Santiago hubiera estado, seguro habría intentado detenerla. Mejor que no estuviera.

Al volver a la habitación, Bea ya estaba despierta, frotándose los ojitos y sonriéndole.

El corazón de Sofía dio un vuelco.

Siempre había querido darle a su hija una buena vida, pero hasta ahora solo la había arrastrado de un lado a otro, exponiéndola a peligros.

Aun así, Bea se portaba como una niña fuerte y comprensiva.

Sofía la abrazó fuerte contra su pecho.

Ese contacto entre madre e hija la hizo sentir un poco más animada.

Al llegar a la puerta, Sofía se detuvo de golpe.

Volteó a ver la sala, recorriendo con la mirada los muebles que ya le eran familiares. Recordó el día en que se fue, meses atrás, sin mirar atrás.

Apretó los puños. Pero solo dudó un instante, y enseguida reanudó el paso.

Afuera, el taxi ya la esperaba. Apenas subió al carro, una figura oculta en las sombras salió de su escondite.

Unos ojos llenos de veneno siguieron el vehículo hasta perderse de vista. La mujer apretó tanto la quijada que estuvo a punto de romperse los dientes.

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