Sin razón aparente, la pregunta de Alfonso, tan casual, le sonó a Santiago como una muestra descarada de superioridad.
Al recordar el tono firme de Sofía y su mirada cargada de sarcasmo, el malestar en el pecho de Santiago se intensificó.
—No llevo acompañante.
La voz de Santiago salió tajante, casi como un portazo.
Alfonso, al percibir ese tono tan poco amable, no pudo evitar preguntarse en silencio quién le habría amargado el día esta vez.
A fin de cuentas, aunque la esposa de su tío lo había traicionado, ¿acaso no tenía en la oficina a esa secretaria tan atenta? No llevaba a ninguna, ni siquiera por compromiso, eso sí que le resultaba raro.
Alfonso, con el ceño arrugado, prefirió no insistir.
La plática entre ambos terminó de la peor manera: cada quien por su lado y con un sabor amargo en la boca.
Al colgar la llamada, Alfonso se frotó distraído la quijada.
¿Por qué, después de hablar con él, la voz de su tío le recordaba tanto a ese marido infiel de Sofía?
Chasqueó la lengua dos veces, pero al final sacudió la cabeza, intentando apartar la duda de su mente.
—De plano ya estoy perdiendo la cabeza —se dijo a sí mismo.
Conocía bien la historia: Sofía tenía un esposo que no supo valorar lo que tenía y, según los rumores, ya estaban tramitando el divorcio. Y su tío, pues… su esposa había traicionado a la empresa y ahora estaba pagando las consecuencias.
Si acaso, los dos podían considerarse compañeros de desgracia.
Sin más preocupación, Alfonso tomó una mora de la mesa, la lanzó al aire y la atrapó con la boca. El sabor ácido y dulce explotó en su lengua, arrancándole una sonrisa.
—Sofía… —murmuró.
Sus ojos se volvieron intensos y, poco a poco, una sonrisa se dibujó en sus labios. Entrecerró los ojos, como si se sumergiera en recuerdos lejanos y felices.
Pero aquel momento de ensoñación duró poco.
Por más dulces que fueran los recuerdos, tenía claro que la felicidad estaba aquí y ahora, al alcance de su mano.
Se levantó y encargó que lo llevaran personalmente a escoger los vestidos de gala.
...
En un abrir y cerrar de ojos, pasaron dos días. Las filas de vestidos que Alfonso había elegido con tanto esmero —uno para adulto y otro para niña— fueron entregadas en la dirección que Sofía había indicado.
Cuando Sofía vio las dos hileras de vestidos llenando la habitación, se quedó boquiabierta.
Había vivido bien durante años, pero ni siquiera en las fiestas más elegantes había visto semejante derroche.
Pasó la mano por los vestidos; todos estaban confeccionados con telas suaves y exclusivas.
Cuando sus dedos rozaron el interior, notó la dureza: cristales, perlas y pequeños diamantes, todos incrustados a mano en los dobladillos de las faldas.
Sofía retiró la mano, sumida en sus pensamientos.


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