El apetito de Sofía siempre había sido pequeño. Desde el inicio dejó que el señor Castro eligiera, y al final, apenas probó un poco de los platillos.
Joel había reservado una mesa junto a la ventana, justo frente al lago más grande de Olivetto.
El atardecer teñía el agua; las olas brillaban como si danzaran bajo la luz moribunda.
Sofía dejó el cuchillo y el tenedor, atrapada sin querer por el paisaje fuera de la ventana.
La mirada de Joel, sin poder evitarlo, se posó en ella. Se detuvo especialmente en la cicatriz que cruzaba la mejilla de la mujer, y de inmediato sintió un nudo en el pecho. Un dejo de tristeza se reflejó en sus ojos.
Antes, la abogada Rojas solía decirle entre risas que ser abogada era la pasión de su vida.
Ahora, en cambio, le había dicho que ya no era abogada desde hacía mucho.
¿Qué habría vivido ella durante aquel año que pasó detenida?
Joel tragó saliva. De repente, la comida, por más fina que fuera, le supo a nada.
Debajo de la mesa, su mano se fue cerrando hasta formar un puño.
Revisó su celular sobre la mesa, y tras una breve pausa, frunció el ceño y se disculpó:
—Sofi, acaba de salir una junta urgente en la empresa. Tengo que ir.
Al escuchar eso, Sofía asintió con comprensión.
—Está bien, justo ya terminé de comer.
—Qué lástima... —Joel se mostró incómodo—. Había reservado una sala privada en el Cine Teatro La Loma, cerca de la empresa, para ver una película. Pero ya no puedo cancelar.
Miró a Sofía, esperando una respuesta.
Ella vaciló. Joel, con voz suave, insistió:
—La reunión no debe durar más de una hora. ¿Qué tal si primero las llevo a ti y a Bea al cine? Cuando termine, paso por ustedes.
Sofía no sentía gran interés por la película, pero al ver la mirada de Joel —casi como la de un cachorro esperando una caricia— comprendió que él solo buscaba ayudarla, a su manera, a dejar atrás las sombras del pasado.
—Está bien, vamos.
Joel suspiró aliviado en silencio.
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