Sofía alzó el cuello con firmeza, sus ojos claros y decididos.
—No sé si quieres engañarme para que regrese y seguir torturándome, si solo quieres que me convierta en el entretenimiento de Isidora y tuyo, o si simplemente te remuerde la conciencia, pero lo único que quiero decir es...
Sofía retrocedió con Bea en brazos y, señalando hacia la puerta, le indicó a Santiago:
—Ahora, sal de aquí.
La determinación en la voz de Sofía no dejaba espacio a dudas; sus ojos brillaban con una dureza que recordaba la escarcha de un otoño gris.
Santiago la observó, irritado por su terquedad, y se llevó la mano a la frente, cansado.
Pero esta vez, su paciencia parecía infinita.
—¿De verdad crees que lo del medicamento fue una simple coincidencia?
Apenas terminó de hablar, Sofía sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Tenía razón.
Ese tipo de cosas no se conseguían tan fácilmente, y menos aún te lo daba un mesero sin motivo. ¿Por qué le harían eso justo a ella?
Levantó la mirada de golpe, con una intensidad que casi atravesó a Santiago.
—No estoy tan desesperada como para necesitar de esas porquerías —espetó.
Santiago la miró, sin poder evitar una mueca.
Sofía, sin pensarlo demasiado, lo acorraló con la siguiente pregunta:
—¿Entonces tú qué haces aquí?
Santiago se encogió de hombros, relajado.
—La vez pasada en el bar fue porque un cliente me dejó plantado y por eso nos cruzamos. Esta vez solo cambié de lugar para seguir con la negociación.
Sofía desvió la vista, notando lo tranquilo que se mostraba. Bajó la cabeza, pensativa.
Era cierto, Santiago nunca había mostrado interés en ella, no tenía sentido que le hiciera eso. Además, él no había hecho nada malo, y ella conocía su propio cuerpo.
¿Entonces quién fue?
La duda se instaló en su mente, mientras una oleada de miedo le subía por la espalda.
—Si no me hubieras encontrado tú, ¿qué habría pasado conmigo esta noche?
Santiago, notando el temblor en su voz, aprovechó para presionar:
—Por eso deberías regresar conmigo a Villas del Monte Verde. Ahí estarías a salvo.
—Si no lo haces por ti, hazlo por la niña que tienes en brazos.
Miró de reojo a Bea, la pequeña que Sofía protegía con desesperación.
—La niña es mi hija y yo cuidaré de ella mejor que tú.
—Ahora, sal de mi hotel. No lo voy a repetir.
Sofía se giró, inflexible, como un muro.
El aire entre ellos se volvió tan denso que casi podía cortarse con un cuchillo.
Santiago, mirando cómo Sofía se mantenía tensa, sintió el peso de la culpa apretándole el pecho.
Finalmente, se puso de pie y, antes de irse, lanzó una última advertencia:
—Aquí no estás segura. Si cambias de opinión, puedes regresar cuando quieras.
El sonido de sus zapatos retumbó en la habitación.
Al cerrarse la puerta, Sofía se dejó caer sobre la cama, exhausta.
Apretó a Bea contra su pecho, con los nervios de punta.
Las palabras de Santiago seguían retumbando en sus oídos. Se levantó de golpe para asegurarse de que todas las cortinas estuvieran bien cerradas, el corazón latiéndole con fuerza.
El miedo la invadía por dentro.
Esta vez había sido un afrodisíaco. ¿Y si la próxima era un somnífero? Si llegaba a desmayarse y perder el control, ¿qué pasaría con Bea?

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