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La Exterminadora de Mosquitas Muertas romance Capítulo 2

Estela marcó el número y, en cuanto la llamada se conectó, su madrastra Romina lanzó un grito desgarrador desde el otro lado.

—¡Estela, ¿qué hiciste ahora?!

De inmediato, a Romina le llegó un mensaje. Furiosa, levantó la mano, lista para soltarle una bofetada a Estela.

—¿Quién te dijo que mi hija se metió con su cuñado? ¿Qué te pasa, qué clase de porquería andas diciendo? ¡Por tu culpa, Bea está así y todavía tienes el descaro de inventar esas cosas sobre ella! Malagradecida, ahora sí vas a ver—. Romina se abalanzó, fuera de sí.

Estela soltó una risa cargada de ironía. Romina no perdía oportunidad para insultarla, y pensar que antes había aguantado tanto solo por Fernando.

Esta vez, Estela detuvo la mano de Romina con firmeza y, sin titubear, le devolvió la bofetada, el sonido rebotó en la sala.

—¿Ya no aguantas que te digan un par de cosas? Todo lo que tú y Beatriz comen y usan sale de la herencia de mi mamá. ¿Quién te dio derecho a venir a gritarme aquí?

Al escuchar la palabra “herencia”, a Romina se le olvidó el ardor de la mejilla y su enojo se transformó en pánico.

—¡Estela, ¿qué piensas hacer?! Para que puedas reclamar la herencia tienes que casarte con los Cuevas, Fer ya no te quiere, esa herencia es nuestra—. Romina chilló, aferrándose a su última carta.

Estela frunció el ceño. Esa sí era una bronca.

Según el testamento de su madre, la herencia solo le pertenecería por completo si se casaba con alguien de los Cuevas...

Romina, al ver la duda en la cara de Estela, se llenó de valor y escupió con una mueca torcida:

—Si te arrodillas y me suplicas, capaz que hasta te ayudo...

—La familia Cuevas no solo tiene a Fernando—. Estela la interrumpió, su mirada se afiló como navaja.

En ese momento, no muy lejos, el perfil de un hombre llamó la atención de Estela. Era de esos que no se olvidan: mirada intensa, postura elegante. Lo había visto en alguna reunión de la familia Cuevas, uno de los menores, Sebastián. Joven, exitoso y, sobre todo, soltero.

Una idea alocada le cruzó la mente, y sus ojos brillaron con picardía.

—Señora Peña, esto apenas comienza—. Estela soltó, dándose media vuelta.

...

Sebastián presenció toda la escena desde la distancia y, sin mucho interés, apartó la mirada.

—Lleven a la señorita Benítez a su casa—ordenó.

Uno de los guardaespaldas escoltó a la mujer que había perdido el control, mientras el asistente de Sebastián, nervioso, intentó convencerlo:

—Señor, la abuelita fue muy clara, hoy tiene que casarse sí o sí. Y la señorita Benítez...

—Señorita Miranda, ¿me está proponiendo matrimonio a un desconocido?

Detrás de sus lentes dorados, la mirada de Sebastián parecía de cristal, imposible de descifrar.

Sentirse observada por alguien así intimidaría a cualquiera, pero Estela respiró hondo y se mantuvo firme.

—¿Y eso qué? Hay personas que apenas se conocen y saben que estarán juntas toda la vida, y otras que aunque duren diez años, nunca dejan de ser basura.

Sebastián curvó los labios en una sonrisa intrigada.

—Hay muchas chicas de sociedad que quieren casarse conmigo, señorita Miranda. ¿Por qué debería elegirla a usted?

A Estela casi se le traba la lengua. ¿Cómo se suponía que debía venderse ante él? Pensó y pensó, hasta que de pronto, una idea iluminó su mente y sus ojos brillaron con determinación.

—Tengo una cualidad que ninguna otra de esas chicas podría igualar.

La mirada de Sebastián se posó en la cicatriz de Estela, deteniéndose un momento, con creciente curiosidad.

—¿Ah, sí?

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