—¿Pasa algo? —preguntó Johana con voz tranquila.
Del otro lado de la línea, Ariel respondió:
—Mamá quiere que regresemos a comer. ¿Dónde estás?
Johana echó un vistazo al abuelo, que seguía concentrado en la partida de ajedrez, y contestó en voz baja:
—Estoy en casa, acompañando al abuelo. Yo voy por mi cuenta.
—Estoy cerca, yo paso por ti —dijo Ariel.
Terminó la llamada y, en menos de cinco minutos, Ariel llegó en su carro.
Entró a la casa, acompañó un rato al abuelo y jugaron un par de partidas más. Solo entonces Ariel tomó la mano de Johana y la condujo hacia la salida.
Al cruzar el patio, Johana retiró su mano de manera natural y fue a abrir la puerta trasera del carro.
Intentó abrirla, pero no pudo.
Miró hacia dentro y vio que Ariel ya estaba sentado en el asiento del conductor. Johana le avisó:
—La puerta está cerrada.
Ariel la miró por el retrovisor y, con ese tono despreocupado tan suyo, le dijo:
—La puerta delantera está abierta.
Johana no se movió de su lugar y contestó, seca:
—Prefiero sentarme atrás.
Ariel la observó y no pudo contener la risa.
Al terminar de reír, le dijo:
—Súbete. El carro es nuevo, nadie ha usado el asiento del copiloto.
...
Johana se quedó callada. No se esperaba que Ariel hubiera cambiado de carro por uno exactamente igual.
El sol pegaba fuerte. Ella miró de reojo hacia la casa, sin ganas de armar una escena frente a su familia. Al final, abrió la puerta del copiloto y subió.
En cuanto arrancaron, Johana volteó la cara hacia la ventana, observando cómo la gente y los carros iban y venían por la calle.
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