Al escuchar las palabras del abuelo, Ariel soltó un suspiro profundo antes de responder:
—Ya lo estoy intentando, de verdad.
Desde pequeño, Ariel rara vez se mostraba vulnerable. Verlo así, tan apagado y sin energía, hizo que el abuelo ni siquiera se molestara en regañarlo. Solo le ordenó, con tono firme:
—Entonces apúrate y arréglalo con ella. Y de ahora en adelante, compórtate y vive en paz.
Luego, el abuelo añadió:
—Pero si Joha decide que no quiere seguir contigo, tampoco la obligues. No la hagas pasar malos ratos.
Y remató:
—Estos tres años, fuiste tú el que le falló. Cuando llegue el momento, lo que le corresponde, se lo das sin falta. Ni se te ocurra hacerte el listo, o te las verás conmigo.
Al escuchar las últimas advertencias del abuelo, Ariel sonrió con resignación y dijo:
—Entendido.
Ahora, nadie apostaba por él y Johana.
Hasta la renuncia de Johana la firmó su propio padre. Incluso el abuelo le estaba aconsejando dejarla.
Ariel metió la mano en el bolsillo del pantalón buscando un cigarro y el encendedor, pero al recordar que estaba en el hospital, los volvió a guardar.
Quizá, desde el principio, había elegido el camino equivocado.
...
Mientras tanto, después de salir del hospital, Marisela manejó el carro y llevó a Johana a su nuevo hogar.
Ese día llegaba el sistema de cine en casa que Marisela le había encargado a Johana.
Al ver cómo su casa se iba llenando de cosas, Johana sintió una calidez en el pecho; ya no aguantaba las ganas de vivir sola.
Marisela le puso el brazo por encima del hombro y, levantando la ceja, le dijo:
—Señorita Johana, ¿qué te parece? ¿No está mal, verdad?
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