—Fue la señora Julieta —respondió la sirvienta—. Dijo que había que quemar sándalo todos los días, y que en cuanto se consumiera, había que encender otro.
—O sea, que no podía apagarse ni un momento, ¿verdad?
La sirvienta asintió.
—Eso fue lo que dijo la señora Julieta.
Sabrina lo entendió todo al instante. Una sonrisa gélida se dibujó en sus labios. Por fin comprendía por qué se sentía tan somnolienta desde que se había mudado a esa habitación.
Y entendía por qué Matías le había sugerido que se deshiciera del incienso. Él ya lo sospechaba, pero sabía que ella no confiaba plenamente en él.
De nada habría servido decírselo.
—De acuerdo, entiendo. Dame el incienso, yo me encargaré de encenderlo —dijo, y tras una pausa, preguntó—: ¿El resto del incienso lo tienes tú?
Esa sirvienta era la encargada de la limpieza del cuarto piso.
—Sí.
—Muy bien. Puedes retirarte —dijo Sabrina, despidiéndola con un gesto.
Se arregló un poco y salió. Regresó al poco tiempo con una gran cantidad de varillas de incienso.
Se las entregó a Matías y le dio instrucciones.
—La habitación de la sirvienta que limpia este piso está en la primera planta, la última del pasillo. Ve y cambia todo el incienso que tenga por este.
Matías sonrió.
—Así que ya confía en mí.
Sabrina lo miró de reojo, fingiendo enfado.
—Sabías desde el principio que había algo raro con el incienso y no me dijiste nada. Me has tenido todos estos días como una inútil, con la cabeza en las nubes.
Si a ella, una persona sana, la había afectado tanto, ¿qué no le haría a un hombre en coma?
Era como echarle más leña al fuego.


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