La idea la envaneció, y su barbilla se alzó con arrogancia.
Los demás, intrigados por los planes de Sabrina, también confirmaron su asistencia.
Petrona, siempre tan oportuna, le escribió a Sabrina por privado: [Sabri, ¿tienes algún invitado especial esta noche? ¿Necesitas que prepare algo?]
Sabía que su nuevo puesto como señora de la casa se lo debía, en gran parte, a las buenas palabras de Sabrina ante el abuelo.
Una persona inteligente no necesita que le digan las cosas, solo saber actuar en el momento adecuado.
Sabrina respondió: [Cuñada, con lo que prepares estará bien. Mi amigo no es nada exigente.]
Petrona: [De acuerdo, entonces me esmeraré. No podemos tratar mal a tu invitado.]
Sabrina: [Gracias por las molestias, cuñada.]
Petrona: [No digas eso, Sabri. Si necesitas algo, solo tienes que decírmelo. Somos familia, llámame por mi nombre, que lo de "cuñada" suena muy formal.]
Sabrina se limitó a responder: [Ok.]
Conocía bien a Petrona. Su amabilidad se debía a que la consideraba útil, y sabía que le debía su nuevo puesto.
Pero lo que Petrona no sabía era que Sabrina tenía sus propios motivos para haberla elegido como señora de la casa.
***
Cayó la noche.
Los que trabajaban fuera ya habían regresado. Julieta fue la primera en llegar.
Hacía días que no pisaba la mansión, y la echaba de menos.
En cuanto entró, recuperó su antigua actitud de dueña y señora, dando órdenes a diestro y siniestro. Betina, a un lado, puso los ojos en blanco y no pudo evitar soltar un comentario sarcástico.
—La echan de la casa, le quitan el puesto, ¿y todavía se da aires de dueña? Qué descaro.
—¿A qué viene este brindis? El invitado de Sabri aún no ha llegado, ¿dónde están tus modales?
Julieta se quedó de piedra. ¿Había alguien más? ¿La cena no era para darle la bienvenida?
Betina se tapó la boca para disimular la risa y dijo en voz alta:
—Algunos pensaban que la cena era en su honor. ¡Qué risa!
Sus palabras provocaron una carcajada general. Solo Julieta y su hijo permanecieron serios.
—Esta noche, efectivamente, tenemos un invitado de honor. Y es alguien a quien todos conocen —dijo Sabrina, mirando hacia el ascensor.
Bajo la mirada expectante de todos, las puertas del ascensor se abrieron con un suave «ding».
Ignacio, en su silla de ruedas, apareció. Su rostro apuesto no mostraba ninguna expresión, y sus ojos eran fríos como el hielo, desprovistos de la calidez que mostraba con Sabrina. Emanaba un aura glacial mientras se dirigía hacia el comedor…
***

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