—¿Incienso? No sé de qué me hablas —negó Julieta, y contraatacó—. ¡Me estás tendiendo una trampa! ¡Aprovechas que mi esposo no está para atacarme a mí, después de haberte deshecho de mi hijo! Te lo advierto, Sabrina, no te pases de la raya. He sido muy buena contigo todos estos años.
¿Buena con ella?
Sabrina sonrió.
—Tu descaro no tiene límites, pero no voy a entrar en tu juego. Hoy vas a darle a Ignacio una explicación sobre el incienso.
—¿Explicación de qué? ¡No sé de qué incienso me hablas! —dijo Julieta, intentando usar la marcha de Camilo como excusa—. Mi hijo ha sido destituido por culpa de ustedes. Me preocupa que haga una locura. No tengo tiempo para tus tonterías.
Dicho esto, se dio la vuelta para irse. A cada paso, su corazón latía más deprisa.
Pero al llegar al vestíbulo, dos guardaespaldas le bloquearon el paso. Julieta se quedó de piedra. Lo tenían todo planeado.
—Ángel, trae a la sirvienta del cuarto piso —ordenó Sabrina al mayordomo.
Sabía que Julieta intentaría escapar. Por eso, antes de la cena, había apostado a dos hombres en la entrada.
El mayordomo obedeció al instante.
—La señora Julieta te pidió que hicieras algo todos los días en la habitación de Ignacio. ¿Qué era? —le preguntó Sabrina a la sirvienta.
—La señora Julieta me ordenó que quemara incienso de sándalo tres veces al día. En cuanto se consumiera uno, debía encender otro.

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