Al día siguiente.
Felipe le entregó a Sabrina dos actas de matrimonio.
—Sabri, ya están los documentos. Ahora eres la esposa de Ignacio. A partir de hoy, te encargarás de cuidarlo. En un rato haré que las sirvientas suban tus cosas al cuarto piso.
A Ignacio le gustaba la tranquilidad, por lo que ocupaba todo el cuarto piso para él solo.
Aunque ya estaba preparada, la idea de vivir con Ignacio y tener que asearlo la hizo sonrojarse de vergüenza.
Felipe pensó que era simple timidez.
—Ya son marido y mujer, no tienes por qué sentirte cohibida —dijo, y tras una pausa, añadió—: Ignacio dejó una muestra en una clínica de fertilidad. Si quieres tener un hijo…
Antes de que pudiera terminar, Sabrina lo interrumpió.
—Tengo fe en que despertará.
Independientemente de si el destino de Ignacio era el mismo que en su vida anterior, ella no se sometería a una fecundación in vitro. Sería como lanzarse a sí misma y a su hijo a un callejón sin salida.
A excepción de Felipe, ¿quién en la familia Guerrero permitiría que un hijo de Ignacio viniera al mundo a reclamar parte de la herencia?
Ignacio era el hijo predilecto de Felipe. Que despertara sería, por supuesto, una noticia maravillosa para él.
Pero en el fondo de su corazón, sabía que era imposible.
—Bueno, respeto tu decisión —suspiró Felipe—. Siento que la vida haya sido tan injusta contigo. Si necesitas cualquier cosa, no dudes en pedírmela. Haré todo lo que esté en mi mano para ayudarte.
Sabrina negó con la cabeza. Por ahora, solo quería cuidar de Ignacio. El resto podría esperar a que él despertara.
—Voy a traer un poco de agua para lavarte. Ya es hora de que te cambies de ropa.
El cuidador no había hecho un buen trabajo. Podía oler un aroma extraño en Ignacio y no sabía si provenía de su cuerpo o de su ropa.
Fuera cual fuera el caso, para alguien tan obsesivo con la limpieza como él, era una situación insoportable.
Sabrina regresó con un recipiente con agua y comenzó a desabrocharle la camisa.
—Que conste que no estoy tratando de aprovecharme de ti —dijo mientras lo hacía—. Solo voy a lavarte un poco para que no te salgan sarpullidos y te mueras de la comezón.
Al quitarle la camisa, se quedó paralizada, sin poder creer lo que veía.
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