La espalda de Ignacio estaba cubierta de un denso sarpullido y escaras. La combinación de ambas cosas debía ser una tortura de picor y dolor, una sentencia mortal para alguien en su estado.
Con razón había percibido ese olor extraño al entrar en la habitación.
Una oleada de furia la invadió, y su rostro enrojeció de ira. Felipe aún vivía, ¿y esa gente se atrevía a maltratar a Ignacio bajo sus propias narices?
No podía ni imaginar por todo lo que debió pasar Ignacio en su vida anterior mientras estuvo en coma.
Al pensar en ello, sintió un nudo en la garganta y sus ojos se enrojecieron.
—Ignacio, cuánto has sufrido —dijo con la voz entrecortada—. Pero ya estoy aquí. Durante los próximos seis meses, no dejaré que nadie te haga daño.
Después de limpiar la parte superior de su cuerpo, le aplicó una pomada por toda la espalda y, para evitar que se enfriara, le puso rápidamente el pijama.
Luego, procedió a quitarle los pantalones. ¡Su miembro reaccionó! ¿Cómo era posible que un hombre en estado vegetativo tuviera esa respuesta?
Ella, que no tenía ninguna experiencia, se sonrojó al instante. El calor le subió por el cuello hasta las orejas.
Avergonzada, cerró los ojos para continuar limpiándolo, pero al rozar su parte íntima, sintió una descarga eléctrica y retiró la mano de golpe.
Al mismo tiempo, su agudo oído captó un leve gemido. El sonido fue como un martillazo en su cabeza. Sorprendida y esperanzada, abrió los ojos de golpe y miró a Ignacio.
—¿Despertaste?
Pero él seguía con los ojos cerrados, sin dar señales de haber vuelto en sí.
Confundida, se preguntó si lo habría imaginado.
—Esposo, ¿fuiste tú el que gimió?
Nadie respondió.
—¿Ignacio?


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