Afuera la esperaban una mujer y dos hombres. La mujer era Julieta Guerrero, la madre de Camilo. Vestía un elegante traje azul pálido y llevaba el pelo recogido en un moño. Su aspecto era distinguido y estaba tan bien conservada que, de no ser por el paso del tiempo, podría pasar por la hermana de su hijo.
Pero quién diría que detrás de esa apariencia refinada se escondía una mujer cruel y despiadada.
En su vida anterior, Julieta la había encontrado mientras Germán abusaba de ella.
Ingenuamente, pensó que, por ser mujer, sentiría empatía y la ayudaría.
Pero Julieta, en cambio, la había abandonado en un barrio marginal para que sufriera las peores vejaciones.
Más tarde descubrió la verdad: Julieta quería que Camilo se casara con la señorita Ramos para asegurar su posición, y ella, Sabrina, había arruinado sus planes.
Los dos hombres que la acompañaban eran los cuidadores que antes se encargaban de Ignacio, a los que ella había despedido el día anterior.
—Cuñada —la saludó Sabrina, con una actitud serena.
La palabra hizo que Julieta frunciera el ceño. Había estado visitando a su familia y se había perdido la cena familiar.
Al regresar hoy, se encontró con que todo en la mansión Guerrero había cambiado.
La huérfana de los Molina era ahora la esposa de Ignacio, lo que la ponía a su mismo nivel.
Y, para colmo, Sabrina había despedido a los dos cuidadores que ella misma había seleccionado con tanto esmero para Ignacio.
Con el rostro lleno de disgusto, le espetó:
—¿Así que ahora sí me reconoces como tu cuñada? ¿Ahora sí sabes que soy la señora de esta casa? ¿Cómo te atreves a despedir a los cuidadores que yo contraté?
Desde que Sabrina llegó a vivir a la mansión Guerrero a los ocho años, nunca le había agradado. Una simple huérfana que no dejaba de rondar a su hijo.
Era evidente que solo buscaba trepar socialmente. Por suerte, la noche de la cena no eligió a Camilo; de lo contrario, habría tenido que encargarse de ella a su regreso.

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