Los ojos normalmente turbios de Felipe se tornaron afilados como cuchillos. Dirigió una mirada sombría a Julieta, y su voz profunda vibró con una ira contenida.
—¿Es verdad lo que dice Sabri? —gruñó—. ¿Cómo se atreven a maltratar a mi hijo mientras yo todavía respiro?
—¡Por supuesto que no! —negó Julieta entre sollozos, como si fuera la víctima de una terrible injusticia—. Esos dos cuidadores los elegí yo misma con el mayor esmero. Todos los días les recordaba que cuidaran bien de Ignacio. Pero, al fin y al cabo, está en coma, postrado todo el día. Es normal que le salgan algunas irritaciones.
—¿Y las escaras? ¿Cómo explicas eso? Si los cuidadores que contrataste hubieran hecho su trabajo, ¿cómo es posible que Ignacio tenga escaras? —la interpeló Sabrina en voz alta.
Las escaras solo aparecían por la presión prolongada en una misma zona, lo que impedía la circulación de la sangre.
Sospechaba que, durante todo el tiempo que Ignacio llevaba en coma, ni siquiera se habían molestado en cambiarlo de posición.
—Si le tienen que salir, no es mi culpa —la excusa de Julieta, peor que el silencio, encendió la furia de Felipe.
Felipe soltó una risa gélida, con una dureza implacable en la mirada.
—Tienes razón, no puedes evitar que le salgan. Pero los cuidadores los contrataste tú. Su negligencia es tu responsabilidad, y de eso no puedes escapar.
Si los cuidadores de Julieta hubieran cambiado de posición a Ignacio con regularidad, no tendría escaras. Era evidente que su "esmerada selección" se había centrado en otras cosas.
Julieta intentó defenderse, pero Felipe no le dio oportunidad.
—Ángel Jiménez, llévala a la capilla familiar para que reciba diez latigazos de castigo. Después, que se quede allí meditando una semana.
Julieta sintió que le faltaba el aire y sus ojos se abrieron de par en par. Ni diez latigazos, ni siquiera uno podría soportarlo.
—Suegro, no estoy bien de salud. Si me somete a ese castigo, moriré.


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