Mencionar al hijo hizo que ese dolor, que Daisy había intentado enterrar con todas sus fuerzas, comenzara a extenderse de nuevo…
Las luces pálidas del techo, el olor penetrante del desinfectante, el frío que le caló hasta los huesos después de la operación…
Eso era algo que nunca podría olvidar.
Tampoco podría borrar de su memoria el dolor desgarrador de perder a su propio hijo.
Pensándolo bien ahora, tal vez el pequeño ya había presentido algo.
Por eso llegó sin hacer ruido y se fue igual de silencioso.
Como si hubiera venido solo para ayudarla a superar una prueba.
…
Cuando terminó la junta, Vanesa le pidió a Miguel que le enviara una copia de las notas que acababa de tomar.
Miguel, que todavía traía la espina clavada, le contestó de mala gana:
—No las he ordenado.
—Entonces ordénalas primero y luego me las mandas —replicó Vanesa, sin perder la calma.
—Estoy atareadísimo, no tengo tiempo de organizar eso —aventó Miguel, claramente molesto.
Vanesa le lanzó una mirada de desaprobación, el ceño fruncido.
Miguel, ignorándola, se puso a ayudar a Daisy a recoger el material de la sala de juntas, sin prestarle más atención.
Cuando Vanesa ya se había ido, Daisy le habló a Miguel en voz baja, buscando calmarlo:
—Acuérdate de no traer tus problemas personales al trabajo. Eso aquí, en Grupo Prestige, no se permite. Si quieres crecer en la empresa, no te conviene quedar mal con nadie, sobre todo con los que tienen un puesto más alto que tú.
—Es que no soporto ver cómo te tratan —respondió Miguel, con frustración.
—Eso no importa —contestó Daisy, con una expresión tranquila, casi impasible.
Para ella, los sentimientos no eran una moneda de cambio.
Lo que hacía por Oliver era decisión suya.
Cómo respondía él, era su elección.
Nunca intentó igualar lo que daba con lo que recibía; hacer eso era buscarse sufrimientos innecesarios.
Ella amaba a Oliver, por eso estuvo dispuesta a apostar su futuro, a renunciar a la oportunidad de estudiar en el extranjero, a quedarse y ayudarlo a levantar su empresa desde cero.
Aunque el resultado no fuera el esperado, jamás se arrepintió.
Si algo aprendió, fue a reconocer la derrota y retirarse a tiempo. Porque a veces, el peor enemigo era uno mismo, atrapado en sus propios pensamientos.
Al final, las reglas de Oliver solo aplicaban para los demás.
Ella, para él, era solo una extraña más.
Para las personas que le agradaban, Oliver no ponía límites.
Después de contestar a Vanesa con un simple “recibido”, Daisy apiló los documentos que ya tenía listos junto con los que necesitaban la firma de Oliver, preparándose para llevárselos a su oficina.
Antes de levantarse, sacó también la carta de renuncia que ya había firmado y la colocó encima del resto, lista para entregársela.
No sabía si Oliver aceptaría firmarla, pero debía seguir el procedimiento.
Daisy abrazó la montaña de papeles y se dirigió directo a la oficina de Oliver.
Como siempre, tocó la puerta antes de entrar, pero sin esperar respuesta, la empujó y pasó.
Ese era el único “privilegio” que Oliver le permitía, dado que era su secretaria y trabajaban de cerca todo el tiempo.
Para ahorrar tiempo y ser más eficiente, tenía permiso para entrar a su oficina sin esperar a que la dejaran pasar.
Con los años, este hábito se volvió algo automático para Daisy.
Así que, al tocar la puerta, entró como si nada.
Pero antes de que pudiera decir una palabra, su corazón se hizo pedazos al ver lo que sucedía ahí dentro.

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