Daisy tocó la puerta de la oficina de Oliver. Solo cuando escuchó su permiso, entró.
—Presidente Aguilar —soltó Daisy con ese tono formal y serio que usaba en el trabajo.
Oliver levantó la mirada de sus papeles.
—En un rato tengo que ir al hospital a visitar a un paciente. Pasa por la casa de la familia Aguilar y recoge el ginseng centenario que nos regaló aquel cliente, además de algunos suplementos. Ya le avisé a Susana, tú solo ve y tómalo.
—Está bien —respondió Daisy, sabiendo que eso era solo una parte más de su trabajo.
Ese ginseng centenario valía una fortuna. Sin embargo, Oliver no dudó en regalarlo.
Seguro que esa persona debía ser alguien muy especial para él.
Daisy no preguntó nada; su mente estaba ocupada pensando en su carta de renuncia.
Ya había pasado una semana desde que la entregó.
Pero Oliver ni siquiera se había inmutado.
No tenía idea si no la había visto o si simplemente la estaba ignorando adrede.
Por eso quería preguntarle. También para tantear su reacción y decidir qué haría después.
Apenas se animó a abrir la boca, el celular personal de Oliver comenzó a sonar.
El aparato estaba sobre el escritorio, y tan pronto se prendió la pantalla, Daisy alcanzó a leer el nombre de Vanesa.
Se le arrugó el entrecejo.
En lo que pestañeó, Oliver ya había contestado.
Puso el altavoz, sin el menor recato.
Claro, después de todo, era el amor de su vida, el que había guardado en secreto durante años. Ahora que por fin podía gritarlo al mundo, ¿cómo no presumirlo?
No como ella, que llevaba siete años relegada a la sombra, sin derecho siquiera a salir a la luz.
—Oli, apenas me acabo de despertar y vi tu mensaje —la voz de Vanesa venía cargada de una nasalidad dulce, como si la envolviera la tibieza de la mañana, arrastrando todavía un dejo de sueño.
El tono era tan meloso que Daisy sintió cómo se le erizaba la piel.
Hasta un hombre de piedra caería rendido ante ese tipo de voz.
Daisy era mujer, y conocía bien ese tipo de artimañas.
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