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El Baile de Despedida del Cisne Cojo romance Capítulo 113

Estefanía se detuvo en seco, solo abrió una rendija de la puerta y aguzó el oído para escuchar la llamada afuera.

—Cris, te lo juro, ya le pregunté al doctor. Es discípulo de ese famoso de Nube de Sal, de verdad podrías intentarlo otra vez, ¿por qué no vas a consulta?

—¿No quieres tener hijos? Si de verdad lo has decidido, está bien, no digo nada, pero sé que en el fondo no es lo que quieres. Lo que pasa es que te da miedo intentarlo y fracasar.

—No te desanimes. Los hijos de otros, por más lindos que sean, no dejan de ser ajenos. ¿No te gustaría tener uno propio en esta vida?

—Cris, ahorita voy por ti. No te pongas necia, ¿sí?

Estefanía se apoyó contra la puerta, sintiendo un vacío helado por dentro.

Con razón… Con razón de pronto le había dado por querer tener un hijo con ella…

Así que todo era porque Cristina no podía ser madre, ¿y ahora él quería tener un hijo con Estefanía para dárselo a Cristina?

Claro, había hecho bien en no escucharle nunca nada. Solo era bueno para inventar excusas.

Cerró la puerta sin hacer ruido, sin ganas de seguir oyendo.

Cuando él entró de nuevo a la casa, Estefanía ya estaba en la mesa, comiendo fideos despacio, fingiendo que nada había pasado.

Él se acercó, miró su plato sencillo y preguntó:

—¿Quieres que te haga un huevo? ¿O te sirvo un vaso de leche?

Ella dejó de comer, alzó la mirada y contestó:

—Sr. Benicio, a lo mejor no se ha dado cuenta, pero nunca tomo leche. Además, mi abuela ya me coció un huevo, gracias.

Él se trabó, incómodo.

—Ah… bueno…

—No hace falta que insista, por favor déjeme desayunar tranquila —le cortó, en voz baja para que la abuela no oyera, pero con una firmeza y distancia que dolían.

Ahora sí que los papeles se habían invertido…

Antes, era ella quien giraba a su alrededor.

—Benicio, ¿quieres un huevo más?

—Benicio, ¿te caliento un vaso de leche?

—Benicio, ¿vas a comer camarones? Ya te los pelé.

—Benicio, ¿quieres sopa? Te sirvo una taza.

Y él, sin despegar los ojos del celular o con el ceño arrugado, siempre contestaba:

—Estoy pensando en el trabajo, ¿puedes dejarme comer en paz?

—Vaya…

Así es la vida: mientras uno desea algo, se vuelve vulnerable.

Mientras Estefanía lo amó y buscó su cariño, siempre estuvo en desventaja; desde abajo, mirándolo, idealizándolo, sintiéndose menos.

El día que dejó de necesitarlo, se enderezó sola.

Ahora, que es él quien quiere algo de ella, ¿por eso viene con palabras amables?

Aprovechando que aún no pegaba el sol fuerte, la abuela salió a regar las plantas. Estefanía la acompañó y, de pronto, se le ocurrió:

—Abuela, ¿qué tal si te pongo aquí un sistema automático para regar? Se puede programar, así cuando vayamos a la casa de campo no tienes que preocuparte, las plantas se riegan solas.

—¡¿A poco ya hay de esas cosas tan modernas?! —la abuela abrió los ojos, sorprendida.

—Claro, yo apenas sé que existen, pero nunca los he probado. Compro uno y lo intentamos. Así, cuando salgamos de viaje, puedes disfrutar sin pensar en las plantas ni molestar a los vecinos.

La abuela dudó.

—Pero… ¿no te vas a ir tú pronto de viaje? ¿Y la casa de campo?

Estefanía le sonrió.

—Abuelita, pase lo que pase, usted siempre va a estar conmigo.

No importaba dónde, en cuanto Estefanía lograra establecerse, su abuela estaría a su lado.

La abuela le devolvió la sonrisa y le acarició el cabello.

De niña, Estefanía era enfermiza y, como era mujer, sus padres no le hacían mucho caso; preferían al hijo menor. Cuando enfermaba, siempre era la abuela quien la cuidaba. En verdad, Estefanía creció protegida por ella.

Pero sabía que la abuela tampoco había sido feliz en su matrimonio. El abuelo la trataba mal y tenía preferencia por el hijo, el papá de Estefanía. También había una tía, hermana del papá, y si la abuela no se hubiera esforzado para que ella estudiara y se fuera lejos, la tía habría quedado atrapada en esa casa.

No sabía mucho de la vida de su tía fuera del pueblo, pero cada tanto enviaba dinero. Llamaba por teléfono y siempre decía que quería llevarse a la abuela, pero ella nunca aceptaba. No era por el abuelo, que ya había fallecido, sino por Estefanía.

La abuela no soportaba dejar a su Fani, temía que sufriera o no fuera feliz. Por eso, siempre se quedaba, para que su nieta tuviera un hogar, un lugar al que regresar.

Qué fortuna poder tener estos momentos de paz con ella. Después de regar las plantas, buscaron un poco de sombra y prepararon bebidas refrescantes. Mientras tomaban y platicaban, sentían que el tiempo, por fin, les pertenecía.

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