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El Baile de Despedida del Cisne Cojo romance Capítulo 23

—¡Ya basta con los celos, tienes que ponerle un límite! ¡Te estás pasando! —Benicio la miraba como si su paciencia hubiera llegado al tope, los ojos encendidos de enojo.

—No estoy celosa —le respondió ella, mirándolo con seriedad—. Benicio, desde el principio hasta ahora, lo que quiero decir es...

—¡Ya estuvo! —la cortó Benicio de golpe, sin dejarla terminar.

Gregorio, el fiel amigo y casi sombra de Cristina, se adelantó, poniéndose entre ellos mientras decía:

—Benicio, si tu esposa no quiere que comamos aquí, pues vamos a buscar otro lugar.

Benicio parecía estar tragándose el orgullo frente a su ex y sus amigos. No se movía, pero sus ojos apuntaban directo a Estefanía, como si fueran dagas.

—Estefanía, discúlpate con Cris y con todos. Ninguno de nosotros quiere problemas, solo pide perdón y aquí no pasó nada.

¿Nosotros?

Justo esa era la palabra que más le chocaba a Estefanía esos días: “nosotros”.

Claro, ellos eran un grupo y ella no pertenecía ahí. No había razón para sentarse juntos a la mesa, ni para fingir que compartían algo.

Negó con la cabeza.

—No.

El rostro de Benicio cambió de color, se le notaba la furia.

—Muy bien, Estefanía. Después no digas que no te lo advertí.

Sin perder más tiempo en discutir, Benicio giró sobre sus talones y, con todo su séquito, salió de la casa como si fueran una tormenta.

...

Estefanía se quedó de pie, inmóvil, recorriendo con la mirada cada rincón de la sala. Ese lugar que alguna vez creyó que Benicio había construido para los dos, ahora parecía tener el nombre de Cristina grabado en cada esquina.

De pronto, su mano se fue directo a la lámpara de pie junto a ella. La tiró con fuerza, y el estruendo del vidrio rompiéndose retumbó por toda la casa.

—¡Señora! —Elvira, la asistente de la casa, corrió hacia ella, nerviosa, preocupada de que se lastimara con los vidrios.

Ella apartó a Elvira con un empujón suave y se acercó a la repisa donde estaban todos esos muñecos que Benicio había comprado.

Nunca le habían gustado los muñecos venecianos, pero en su momento había apreciado el detalle de Benicio. Ahora, las caritas sonrientes de los muñecos le parecían una burla cruel.

Pero Estefanía no lloró.

En ese momento, simplemente no le salían las lágrimas.

—Elvira, perdón por hacerte pasar por esto. Por favor, recoge todo el desastre. Los muñecos... —se quedó pensando—. Mejor llama a un repartidor y mándalos todos a la oficina de Benicio. Que los ponga allá, que le den suerte en su trabajo.

—Claro, no se preocupe —Elvira contestó de inmediato, sosteniéndola con firmeza.

Estefanía hizo el esfuerzo y se incorporó.

—Y después, prepárame brócoli con carne y medio elote, nada más eso.

Elvira no preguntó por qué quería tan poca comida, solo la vio alejarse, rengueando hacia su cuarto.

El dolor no le asustaba a Estefanía.

Si desde niña había soportado golpes y caídas en la danza, si había sangrado y sudado hasta el cansancio, ¿cómo no iba a conocer el dolor?

Cuando tuvo el accidente y tuvo que aprender a caminar otra vez, cada paso era como pisar sobre espinas. ¿Eso no era dolor también?

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