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El Valiente Renacer de una Madre Soltera romance Capítulo 120

Santiago apretó el teléfono con tanta fuerza que los nudillos se le marcaron. Apenas colgó, levantó la voz con una urgencia que no dejaba lugar a dudas:

—Jaime, prepara el carro, vamos al hospital.

Se puso de pie de inmediato, tomó el saco que colgaba en el respaldo de la silla y salió a grandes pasos, sin mirar atrás.

Jaime lo siguió con prisa, ya tenía el teléfono en la mano y estaba coordinando al conductor.

El Maybach atravesó la ciudad esquivando el tráfico y la multitud. Apenas se detuvo, la puerta se abrió con un golpe; Santiago salió disparado del carro, con el paso rápido y decidido de alguien que no está dispuesto a perder ni un segundo.

En el rostro, siempre tan severo y reservado, se le notaba la tensión. Sus rasgos mostraban una inquietud que rara vez dejaba ver.

La recepcionista del hospital lo vio llegar y, por un instante, se quedó pasmada. Pero enseguida reaccionó, apresurándose con una actitud servicial y cuidadosa:

—Presidente Cárdenas, ¿usted aquí? ¿Ocurrió algo?

Por un momento pensó que a lo mejor la señorita Isidora venía a inspeccionar algo. Pero no, ella no se había movido de su puesto en todo el día.

—Hoy ingresó una Sofía. Dime en qué área está ahora.

—¿Sofía?

Se puso a buscar rápido en la computadora. Santiago apenas escuchó la respuesta y ya iba a toda prisa, cruzando los pasillos como si el tiempo fuera a esfumarse.

La recepcionista, al verlo tan alterado, no pudo evitar rascarse la cabeza, confundida.

—¿Sofía? ¿No es esa la esposa del presidente Cárdenas? La que estuvo en la cárcel el año pasado...

Santiago llegó directo al área donde atendían a Sofía, pero al escuchar la charla de dos enfermeras que estaban justo afuera, bajó la velocidad y puso atención.

—No tienes idea, dicen que cuando la trajeron había sangre por todos lados, que hasta los huesos se le rompieron.

—¿En serio? ¿Y no necesitará sangre? Porque aquí en el hospital ya casi no hay bolsas guardadas...

Ambas estaban pegadas a la puerta, hablando en voz baja, mirándose con asombro y lástima.

A Santiago se le heló la sangre.

¿Sangre por todos lados? ¿Huesos rotos?

Las manos le temblaban. Sentía el estómago hecho nudo.

Sofía justo salía del consultorio cuando sus ojos se cruzaron con los de Santiago. Notó el gesto tenso, la preocupación dibujada sin filtros en su cara.

Las palabras que había escuchado de él también le retumbaban en la cabeza. Antes, ella formaba parte de ese círculo social donde todos cuidaban su salud con recelo. Que Santiago creyera que era ella quien estaba herida, y que ofreciera donar sangre sin pensarlo, la desconcertó. Eso no era propio de él.

A medio camino, la enfermera que lo acompañaba se dio cuenta de algo. Miró de reojo a Santiago, dudó un segundo, y se armó de valor para decirle:

—Presidente Cárdenas... la que perdió mucha sangre fue una perra golden retriever. No es necesario que done sangre...

Santiago se detuvo en seco.

—¿Una golden retriever... un perro?

No mostró ni una pizca de vergüenza por la confusión y enseguida preguntó por Sofía.

—¿Y Sofía? ¿Está bien?

—¿La señorita Sofía? Solo tuvo unos raspones. Los doctores ya la atendieron, seguro acaba de salir del consultorio.

...

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