La mansión Lucero.
Fabiola Campos regresó una vez más a la familia Lucero y la sensación fue como si todo hubiera cambiado. Ese lugar, antes lleno de vida, ahora estaba tan vacío que daba miedo. César ya no estaba, y el eco de sus pasos en el vestíbulo la hacía sentir aún más sola.
Al entrar a la sala, Fabiola se topó con Violeta Montes, quien ya había adoptado la mansión Lucero como si fuera suya. Sentada con aires de reina, tenía a la nueva empleada doméstica atendiendo sus caprichos.
Al verla entrar, Violeta ni siquiera se molestó en fingir cordialidad.
—Camila, sírveme un vaso de agua para ella.
Lo dijo con esa voz indiferente que usaba cuando quería dejar claro quién mandaba. Fabiola observó a la empleada; se notaba que era nueva. Los viejos trabajadores de la familia Lucero habían desaparecido. Ahora, todos los que servían en la casa eran rostros desconocidos.
Desde que puso un pie ahí, Fabiola se dio cuenta: los de siempre ya no estaban, todos habían sido reemplazados.
Sin el “dueño” de la casa —con Agustín y César Lucero ausentes, y Gastón Lucero, demasiado joven y a punto de irse a Italia por sus estudios—, quien llevaba las riendas ahora era el mayordomo, Cristóbal Montes.
Por mucho que Violeta se sintiera la dueña, si Cristóbal no estaba de acuerdo con algo, ella tampoco podía hacer mucho. Aun así, Cristóbal cometió el error de cambiar a todos tan rápido. Estaba claro que no esperaba que Fabiola regresara a la mansión.
—Vaya, parece que tú eres la verdadera dueña de esta casa —soltó Fabiola, sentándose en el lugar principal de la sala y mirando a Violeta con una sonrisa irónica—. El señor dejó, fuera de las acciones, todas las propiedades y bienes a Agustín. Y ahora que Agustín ya no está, yo, como su esposa y única heredera, soy la propietaria de esta mansión.
El gesto de Violeta se endureció por un instante; quería hacerse la valiente, pero los dos guardaespaldas que acompañaban a Fabiola no se veían nada fáciles de tratar.
—Fabiola, mi papá ha sido el mayordomo de los Lucero durante años y yo sólo vengo a visitarlo, nada más. No te hagas ideas —reviró Violeta, apretando los dientes, tragándose el coraje.
Fabiola asintió y repasó con la mirada la decoración de la casa, los muebles, los adornos.
—Recuerdo que el jefe de familia tenía aquí varias piezas valiosas y antigüedades, todas enlistadas en el inventario de la herencia. ¿Sabes dónde las guardó tu papá?

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