El aire en la Hacienda “El Agave Azul” estaba cargado con el aroma dulce y terroso del agave cocido, un olor que para Ximena siempre había significado hogar. Pero esa noche, el perfume familiar se sentía sofocante, casi fúnebre. Estaba sentada a la larga mesa de caoba del comedor principal, una reliquia que había visto cenar a cinco generaciones de los de la Mora. Las paredes de adobe, adornadas con retratos de ancestros de miradas severas, parecían juzgarla. La familia celebraba, pero no con ella, sino a costa de ella. Copas de cristal cortado chocaban en brindis ruidosos, y las risas forzadas rebotaban en las vigas de madera del techo. En el centro de todo, como una flor exótica y venenosa, estaba Regina.
—Por Regina, la verdadera sangre de esta casa. ¡Nuestra heredera! —proclamó Don Fernando de la Mora, su padre adoptivo, levantando su copa de tequila. Su voz, usualmente un estruendo autoritario, sonaba pastosa por el alcohol y el júbilo.
Todos corearon el brindis, sus ojos clavados en Regina, quien sonreía con una modestia perfectamente ensayada. Llevaba un vestido blanco que contrastaba con su piel morena y su cabello negro, un estudiado look de pureza y victimismo. A su lado, Doña Isabel, la matriarca, le acariciaba la mano con una devoción que Ximena no había recibido en veinticuatro años. Ximena observó la escena con una calma que desconcertaba a todos los que se atrevían a mirarla. No había lágrimas en sus ojos, ni un temblor en sus manos. Su espalda estaba recta, su barbilla ligeramente levantada. Sostenía su copa de agua sin tocarla, un punto de quietud en medio del torbellino de falsedad. Había pasado las últimas dos décadas creyendo que era una de ellos, criada para dirigir el imperio tequilero que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Ahora, era una extraña, una usurpadora.
—Ximena —la voz de Don Fernando cortó el murmullo, y el silencio cayó como una guillotina—. Has comido de nuestro pan y dormido bajo nuestro techo por demasiado tiempo. Con la llegada de mi verdadera hija, tu presencia aquí… es un insulto.
Ella no respondió. Simplemente lo miró, sus ojos oscuros fijos en los de él, sin parpadear. Vio la culpa revoloteando detrás de su falsa ira, la debilidad de un hombre que prefería la crueldad a la confrontación.
—Recoge tus cosas. Lo que quepa en una maleta. El resto… el resto nunca fue tuyo para empezar —continuó él, envalentonado por el silencio de ella—. Tienes una hora. Después, no quiero volver a verte en mis tierras.
Regina bajó la mirada, un pequeño sollozo escapando de sus labios. Era una actuación magistral. La pobre heredera perdida, finalmente en casa, atormentada por la presencia de la impostora. Ximena sintió una oleada de algo que no era ira, sino una fría y clara resolución. Se levantó de la silla, el movimiento fue tan fluido y silencioso que sorprendió a todos. No miró a nadie más. Sus ojos se posaron por un último segundo en los retratos de la pared, en los rostros de los hombres y mujeres que había creído sus antepasados. Luego, sin una sola palabra, se dio la vuelta y caminó hacia la salida del comedor, su silueta recortada contra la luz dorada del atardecer que se filtraba por los ventanales. La última cena había terminado.
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