El sonido de sus botas de cuero sobre el piso de terracota era el único que rompía el silencio en el pasillo. Ximena subió la escalera de caracol hacia su habitación, ignorando las miradas de los sirvientes que se asomaban desde las puertas, sus rostros una mezcla de lástima y morbo. Dentro de su cuarto, el lugar que había sido su santuario, todo parecía extrañamente ajeno. Abrió el armario y sacó una maleta de lona negra, resistente y práctica. No eligió los vestidos de diseñador ni las joyas que los de la Mora le habían regalado a lo largo de los años. En su lugar, empacó ropa funcional, un par de libros y una pequeña caja de madera que contenía las únicas pertenencias de su abuela adoptiva. Mientras cerraba la cremallera, la puerta se abrió de golpe. Era Regina.
—¿Ya te vas, usurpadora? —dijo, su voz goteando un veneno que no estaba presente en la cena. Se apoyó en el marco de la puerta, cruzada de brazos.
Ximena no le contestó. Levantó la maleta del suelo y se dirigió hacia la puerta. Regina no se movió.
—Pensaste que te quedarías con todo, ¿verdad? —continuó, acercándose a ella—. Pero la sangre llama a la sangre. Y tú no eres nada.
Cuando Ximena intentó pasar a su lado, Regina tropezó deliberadamente, lanzándose contra ella con un grito agudo. Ambas cayeron al suelo en un enredo de extremidades. Regina se aseguró de que su caída fuera la más dramática, golpeándose la cabeza contra el suelo de madera y soltando un gemido de dolor. Pero antes de caer, su mano se movió con la rapidez de una serpiente, arrancando el delicado collar de filigrana de plata y turquesas que llevaba puesto, una joya que había pertenecido a la bisabuela de la Mora.
Ximena miró el collar en la mano de Regina, que ella ocultó rápidamente entre sus ropas. Vio el destello de triunfo en los ojos llorosos de su rival. No dijo nada. Sabía que cualquier palabra sería inútil. La habían juzgado y sentenciado mucho antes de esa noche. Dos de los capataces de la hacienda la agarraron bruscamente por los brazos, ignorando su calma. La arrastraron por las escaleras, a través del patio donde los invitados a la cena ahora observaban el espectáculo con avidez. La humillación era pública, calculada y total. No la llevaron a la puerta principal.
La sacaron por la parte de atrás, como a una intrusa, y la arrojaron fuera de los límites de la propiedad, en el camino de tierra que serpenteaba entre los campos de agave. La maleta cayó a su lado, levantando una nube de polvo. Las pesadas puertas de hierro se cerraron detrás de ella con un estruendo metálico y definitivo. La noche caía, y las primeras gotas de una tormenta inminente comenzaron a salpicar el suelo.

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