—Estas joyas no son más que accesorios para lucirse, cosas para aparentar frente a los demás. No hay necesidad de gastar tanto dinero en eso. Ya comes lo que hay en la casa de Joaquín, usas lo que es de Joaquín, así que no deberías exigir tanto.
El rostro de Renata se puso pálido, incapaz de replicar.
Penélope la miró de reojo, se acomodó en el sofá con una actitud arrogante y despreocupada.
No podía con Petra, pero ¿acaso no podía controlar a Renata?
Renata, sintiéndose humillada, tenía ganas de llorar. Intentó llamar a Joaquín para pedirle que regresara a casa, pero él no contestó el celular.
...
Mientras tanto, Petra, después de haber cambiado todas las chapas de la casa, por fin se sintió tranquila y se preparó una cena sencilla para ella sola.
Penélope estaba con Renata, así que Joaquín finalmente pudo sacar tiempo para buscar a Petra.
Llegó a la casa y metió su llave en la cerradura, pero por más que giraba, la puerta no abría.
Probó una y otra vez, hasta que se dio cuenta de que Petra había cambiado la chapa de la entrada.
¿Para qué habría hecho eso, si no era para mantenerlo fuera? No necesitaba ser un genio para entenderlo.
Joaquín ya había bajado la cabeza muchas veces, incluso se valió de su madre para tratar de reconciliarse, y aun así, Petra seguía igual de distante.
La rabia le subió al pecho, y, sin poder contenerse, golpeó la puerta con fuerza.
—¡Petra! Ábreme la puerta.
Los vecinos, molestos por el escándalo, salieron a asomarse. Uno de ellos, visiblemente fastidiado, le soltó:
—¡Bájale la voz! El niño está haciendo la tarea.
Joaquín no quiso armar más lío y guardó silencio. Pero no se fue. Se quedó parado en la puerta y sacó su celular para llamar a Petra.
Ella no contestó.
Pasaron más de diez minutos y la paciencia de Joaquín se agotó.
Aun así, se tragó el enojo, cerró los ojos y volvió a tocar la puerta, esta vez usando un tono más suplicante.
—Abuelita, abuelita, soy yo, Joaquín. ¿Puedes venir a abrirme?
Joaquín se quedó parado, sin decir palabra, con el rostro desencajado por el shock y la confusión.
No tenía idea.
Nadie le había dicho nada.
Hizo memoria de los días recientes en que había ido a buscar a Petra: la puerta del cuarto de la anciana siempre estaba cerrada, y en la sala colgaba una foto enmarcada en blanco y negro. De repente, todo cobró sentido.
Por eso, no importaba cuán bajo se humillara ni cuántas veces intentara agradar a Petra, ella no lo perdonaba.
Ella le había contado que su abuela era la única familia que le quedaba en el mundo.
La muerte de la anciana debía haberle devastado el corazón.
¿Y él? ¿Dónde estaba en ese momento?
Recordó que durante esos días había estado en las Ruinas de Teyacán, usando el pretexto de un viaje de trabajo para llevar a Renata de paseo por varios lugares, durante una semana entera.
Joaquín permaneció ahí, paralizado, el remordimiento y la culpa reflejados en sus ojos.

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