El salón del hotel St. Regis en Polanco resplandecía bajo el peso de los candelabros de cristal.
El aire vibraba con el murmullo de la élite de la Ciudad de México, una sinfonía de conversaciones discretas y el tintineo de copas de champaña.
Era la gala anual de "Garza Joyeros", el evento más esperado del año en el mundo de la alta joyería. Todo debía ser perfecto.
Isabel Garza observaba la escena desde un rincón, con una copa de agua mineral en la mano. Se sentía como una extraña en su propia casa, una pieza mal ajustada en el lujoso engranaje de su familia.
Las luces del escenario principal se atenuaron, y su hermano Ricardo, CEO de la compañía, tomó el micrófono.
—Gracias a todos por acompañarnos esta noche. Es un honor para la familia Garza celebrar un año más de arte y tradición.
Su voz era imponente, pulida, la voz de un hombre acostumbrado a mandar.
—Y ahora, el momento que todos esperaban. La pieza que define nuestra nueva colección, una creación de la talentosa diseñadora que ha revitalizado nuestra marca.
Ricardo sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos fríos.
—Presentando "Corazón de la Selva", por la señorita Verónica Romero.
Un aplauso educado pero entusiasta llenó la sala mientras Verónica subía al escenario. Llevaba un vestido blanco, sencillo y elegante, que la hacía parecer un ángel.
Saludó al público con una humildad perfectamente ensayada.
—Gracias, Ricardo. Esta pieza no es solo mía, es el alma de la familia Garza.
Las luces se enfocaron en la entrada de la pasarela.
Una modelo de fama internacional apareció, su cuello adornado por el collar.
Era una obra maestra. Un torrente de platino y diamantes que culminaba en una esmeralda central, una piedra de un verde profundo y casi líquido, del tamaño de un huevo de codorniz.
La sala contuvo el aliento.
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