Un centenar de cabezas se giraron al unísono, como una bandada de pájaros asustados.
Todos los ojos del salón se clavaron en Isabel.
Inmediatamente, el silencio se rompió por el sonido frenético de los obturadores de las cámaras. Los flashes la bombardearon, convirtiéndola en el epicentro de un desastre que no había provocado.
Su retina quedó marcada por puntos de luz blanca, cegándola momentáneamente.
Diego Garza, el hermano de en medio, el director de marketing con un temperamento tan explosivo como sus campañas publicitarias, fue el primero en reaccionar.
Atravesó la multitud, su rostro congestionado por la rabia.
Se detuvo frente a ella, tan cerca que Isabel podía oler el costoso whisky en su aliento.
—¿Cómo pudiste hacernos esto? —siseó, su voz un trueno contenido—. ¿Sabotear a tu propia familia en nuestra noche más importante?
La acusación colgaba en el aire, venenosa y definitiva.
—¡Siempre has estado celosa de Verónica! ¡Siempre!
Isabel no respondió. Permaneció inmóvil, una estatua en medio del caos.
A unos metros, Javier, el hermano menor, el artista de la familia, había subido a la pasarela. No miraba a Isabel ni a Verónica.
Tenía el collar roto en sus manos y examinaba el engaste de platino con una concentración de experto.
—El diseño del engaste era inestable —murmuró para sí mismo, frunciendo el ceño—. No fue la piedra. La presión no estaba distribuida correctamente.
Pero su voz se perdió en el creciente murmullo de la multitud. Nadie le escuchó. Nadie le prestó atención.
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