En el escenario, el drama continuaba.
Verónica, llorando desconsoladamente, era el retrato perfecto de la víctima. Diego la abrazaba protectoramente, lanzando miradas asesinas en dirección a Isabel.-
Fernando se había unido a ellos, ofreciéndole a Verónica un pañuelo de seda y palabras de consuelo.
Ella aceptó el gesto, secándose una lágrima inexistente. Por encima del hombro de Diego, sus ojos se encontraron con los de Isabel.
En ellos no había miedo ni dolor. Había un destello fugaz de triunfo calculado.
El silencio de Isabel era un lienzo en blanco sobre el que todos proyectaban sus propias conclusiones. Para la familia Garza, era una admisión de culpa. Para los invitados, era la confirmación de un escándalo delicioso.
Los murmullos se convirtieron en juicios susurrados.
—Increíble, qué envidia.
—Siempre dijeron que era la rara de la familia.
—Pobre Verónica, con lo buena que es.
Cada palabra era un clavo más en su ataúd social.
Finalmente, Ricardo se movió.
Descendió del escenario con una calma deliberada que era mucho más intimidante que la furia de Diego. Cada paso era pesado, medido.
La multitud se apartó a su paso.
No se detuvo frente a Isabel. Se detuvo a su lado, sin mirarla directamente, como si se dirigiera a un subordinado indigno.
No le gritó. Su voz fue baja, precisa y cortante como un bisturí.
—Has avergonzado el nombre de esta familia. Arregla esto.
No era una petición. Era una orden. Una sentencia.
Entonces, por primera vez desde que la esmeralda cayó, Isabel levantó la vista.
Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: Me Ahogaron en Mentiras, pero Renací en Diamantes