Al día siguiente, la cocina del "Mirador del Coral" estaba extrañamente silenciosa. No había sartenes chisporroteando ni órdenes cantadas. Solo el zumbido de los refrigeradores y el eco de los pasos de Natalia.
Estaba de pie junto a su antigua estación de trabajo, envolviendo cuidadosamente sus cuchillos personales en un rollo de lona gruesa. Cada uno tenía una historia. El cuchillo de chef alemán, un regalo de graduación. El deshuesador japonés, comprado con su primer sueldo. Eran extensiones de sus manos, de su arte.-
Los colocó con cuidado en una simple caja de cartón junto a un par de libros de cocina gastados y una pequeña foto de su abuela. Estaba reclamando los únicos fragmentos de sí misma que no le había entregado a Lorenzo.
Las puertas abatibles se abrieron, pero no con la prisa de un cocinero. El vaivén fue lento, arrogante.
Entró Valeria Moreno.
No iba vestida para una cocina. Llevaba un vestido de seda blanco, tacones de aguja que hacían un ruido agudo y autoritario en el suelo de baldosas, y unas gafas de sol de diseñador que no se molestó en quitarse.
Detrás de ella, como una dama de honor maliciosa, venía Camila Montero, la prima de Lorenzo. Su sonrisa era una mueca de desprecio apenas disimulada.
Valeria se paseó por la cocina como si estuviera inspeccionando una propiedad recién adquirida, pasando un dedo enguantado por una superficie de acero inoxidable y frunciendo el ceño ante una mota de polvo invisible.
—Así que esta es la famosa cocina —dijo Valeria, su voz arrastrada por el aburrimiento—. Es… más pequeña de lo que imaginaba. Habrá que hacer una remodelación completa.
Camila soltó una risita.
—Totalmente. Necesita un toque de clase.
Los ojos de Valeria, ocultos tras los cristales oscuros, finalmente se posaron en Natalia y su modesta caja de cartón.
Se acercó lentamente, el repiqueteo de sus tacones marcando un ritmo amenazante. Se detuvo frente a Natalia y miró la caja con un profundo desdén.
—Ah, la cocinerita.

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