Los ojos de Natalia estaban fijos en el trozo de papel rectangular. Quinientos mil pesos. El precio de su silencio, de su cuerpo, de su alma.
Lágrimas de pura rabia quemaron sus párpados, pero se negó a dejarlas caer. No le daría esa satisfacción.-
Lentamente, levantó la mirada del cheque y la clavó en Lorenzo. Él la observaba con una sonrisa arrogante, esperando su sumisión, su agradecida aceptación de las migajas que le arrojaba.
Extendió la mano, no para tomar el dinero, sino para posar los dedos sobre él. La textura del papel era frágil bajo su tacto.
Luego, con un movimiento rápido y decidido, lo tomó.
El rostro de Lorenzo se relajó en una expresión de triunfo. Por supuesto que lo tomaría. Todas lo hacían.
Pero en lugar de guardarlo, Natalia lo sujetó con ambas manos y, mirándolo directamente a los ojos, lo partió por la mitad.
El sonido del papel rasgándose fue un grito en el silencio opulento de la oficina.
Lorenzo parpadeó, su sonrisa desvaneciéndose. La confusión reemplazó a la arrogancia.
Ella rasgó los dos trozos de nuevo, y luego otra vez, hasta que solo tuvo un puñado de confeti azul en sus manos.
Abrió la palma y dejó que los pedazos cayeran sobre la brillante superficie del escritorio de caoba. Como cenizas de algo que acababa de morir.
—Yo no soy tu antojo —dijo, y su voz, aunque baja, era tan dura y afilada como la obsidiana—. Y no estoy en venta.
Por primera vez en los tres años que lo conocía, vio a Lorenzo Vega quedarse sin palabras. Su boca se abrió ligeramente, una expresión de incredulidad total en su rostro.
Natalia no esperó su respuesta. Se dio la vuelta con la espalda recta y la cabeza en alto.
—¡Natalia! —gritó él cuando ella llegó a la puerta—. ¡No te atrevas a darme la espalda! ¡Vuelve aquí!
Ella no se detuvo.
Natalia no pudo responder. Negó con la cabeza, un nudo apretado en su garganta.
Pasó de largo y fue directamente a la parte de atrás, a la cocina original. Era pequeña, anticuada, pero era el corazón de su mundo.
Fue hacia un estante de madera y tomó un libro grueso, encuadernado en cuero gastado. Las páginas estaban amarillentas y manchadas por generaciones de manos cocinando.
El recetario de su abuela.
Lo abrazó contra su pecho, el lomo agrietado presionando contra su corazón. El olor a papel viejo, a achiote y a vainilla llenó sus sentidos.
Aquí estaba su verdadero valor. No en los elogios vacíos de Lorenzo ni en su cheque manchado de insultos. Estaba aquí. En estas páginas. En sus manos.
Tomó una decisión. Una que debió haber tomado hace mucho tiempo. Se acabó.
Sacó su teléfono, abrió el chat con el gerente de recursos humanos del hotel y sus pulgares se movieron con una velocidad furiosa sobre la pantalla.

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