La distancia entre el sofá y el escritorio no era ni de diez metros, pero Daisy tardó una eternidad en recorrerla, apoyándose en la pared a cada paso.
Con los dedos temblorosos, sacó las pastillas para el dolor del cajón, se las metió a la boca y las tragó sin agua.
Al tocarse la frente, la notó empapada de sudor frío.
El doctor Montoya le había advertido que su cuerpo estaba muy desgastado, que aunque se cuidara, tal vez nunca volvería a estar como antes.
Lo que se vacía en el corazón puede recuperarse poco a poco.
Pero el daño al cuerpo, ese sí es permanente y no tiene vuelta atrás.
Daisy se acurrucó en la cama, sintiendo que la niebla en su cabeza solo se espesaba.
Por suerte, la medicina empezó a hacer efecto y el dolor en el vientre fue cediendo poco a poco.
Aun así, seguía sintiendo un frío imposible de sacudirse.
Ese escalofrío la arrastró de golpe al recuerdo de aquella noche de lluvia.
La puerta cerrada con fuerza...
El paraguas negro cubriéndole la cabeza...
La mano que la sacó del lodo...
...
El ruido urgente de alguien tocando la puerta sacó a Daisy de ese trance. Se incorporó de golpe, desorientada.
La habitación vacía le recordó que todo había sido un sueño.
Mientras trataba de ubicarse, los golpes en la puerta se repitieron, ahora más apremiantes, casi violentos.
—¡Pum, pum, pum!— sonó, como si le martillaran el cráneo.
Daisy miró la hora. Pasada la medianoche.
¿Quién demonios la buscaba a esas horas?
Antes de que pudiera asomarse a la mirilla, su celular empezó a sonar insistentemente.
En la pantalla titilaba un nombre: [Carne gratis].
Medio dormida, Daisy no cayó en cuenta de inmediato. Se le había olvidado que, en un arranque de enojo, cambió el nombre de Oliver en sus contactos después de la noche en que la había hecho rabiar.
Fue hasta que escuchó la voz de Oliver tras la puerta que despertó por completo.
—¡Abre la puerta, Daisy!
¿Y este loco qué hacía a esas horas afuera, ladrando como perro extraviado?
Daisy no tenía ganas de lidiar con él. Se tapó con la cobija y trató de ignorarlo.
Pero Oliver no se daba por vencido; los golpes en la puerta iban aumentando en intensidad.
Con ese escándalo seguro iba a despertar a todos los vecinos.
La patrulla no tardó en llegar. Cuando los agentes arribaron, los dos seguían plantados en la puerta, sin ceder terreno.
Al ver a Oliver tan bien vestido y formal, los policías no se mostraron tan hostiles. Uno de ellos preguntó con cierta amabilidad:
—¿Qué sucede aquí?
Oliver respondió sin cambiar el gesto.
—Pelea de pareja.
Al oír eso, al policía se le borró la sonrisa y se dirigió a Daisy, visiblemente molesto.
—¿Sabe que está perdiendo el tiempo de la policía por un pleito de novios?
Daisy negó con la cabeza, indignada.
—¡No somos pareja! No le crea nada, señor oficial.
Oliver la miró con una sonrisa mordaz.
—Ella tiene un lunar rojo en el pecho izquierdo y una marca de nacimiento diminuta en la pierna...
Daisy se apresuró a jalarlo hacia adentro y le ofreció una disculpa formal al policía.
—¡Perdón, perdón, ya no vuelvo a molestar! De verdad, fue un malentendido, no era necesario que vinieran...
No se atrevía a dejarlo seguir hablando; si se tardaba un segundo más, Oliver iba a ventilar todos sus secretos ahí mismo.

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