Todos se acercaron a saludar a Vanesa uno tras otro.
Vanesa tenía un carácter encantador; a todos les regalaba una sonrisa llena de calidez.-
—Espero que podamos llevarnos muy bien y aprender mucho juntos —dijo ella, irradiando simpatía.
Incluso había traído pequeños obsequios para su primer día. Oliver, siempre atento con ella, la ayudaba a cargar la caja con los regalitos.
Daisy apenas pudo evitar una sonrisa sarcástica.
Antes, cuando ella iba con Oliver a cualquier lado, siempre era la que terminaba cargando todo; él ni se molestaba en ayudar. Ahora que estaba con su verdadera enamorada, sí que se ofrecía a llevar las cosas sin que se lo pidieran.
Ahí estaba la diferencia entre amar y no amar: se notaba en los detalles más simples.
Vanesa se acercó también a Daisy para entregarle un obsequio, una almohadilla para la muñeca con diseño de capibara.
—¡Vaya, qué coincidencia! —exclamó Vanesa al ver el escritorio de Daisy—. Tienes exactamente la misma almohadilla.
Volteó hacia Oliver y comentó:
—Oli, parece que ustedes dos tienen el mismo gusto.
Luego, sonrió apenada ante Daisy.
—Oli me acompañó a elegir estos detallitos para el equipo. No pensé que fuera a elegir el mismo modelo que tú. Si te molesta, puedo buscarte otro después.
—No te preocupes, no me incomoda —respondió Daisy, tomando el regalo sin emoción.
En ese momento, Oliver le dio una instrucción directa:
—Ayala, lleva a la directora Espinosa a conocer las oficinas.
Daisy no tenía motivos para negarse. Una de las reglas no escritas para los asistentes de Grupo Prestige era que la palabra del jefe siempre iba primero.
Vanesa era el tipo de persona que caía bien de inmediato, hablaba con todos con una amabilidad natural. Y su belleza era indiscutible, el tipo de rostro que parecía salido de una portada de revista.
Después de todo, si había logrado convertirse en la persona especial de Oliver, era porque no le faltaba nada.
Daisy le mostró todo el lugar y, al final, Vanesa expresó su deseo de ir a ver su nueva oficina.
Esa oficina acababa de ser remodelada hace quince días.
Daisy había supervisado cada detalle.
Pero no dijo nada. Ni una palabra dura, ni una sola queja. Solo le pidió a Daisy, con toda tranquilidad:
—Ayala, reparte los documentos de la reunión.
Por un instante, Daisy se quedó ida.
Recordó de pronto aquel día, cuando todavía era pasante y se atrasó por culpa de una fiebre. Oliver, sin piedad, la señaló frente a todo el personal.
No le importó que Daisy se hubiera enfermado por cuidarlo a él mismo.
Después, Daisy se sintió dolida y hasta se atrevió a reclamarle. Oliver le explicó que la empresa apenas estaba comenzando y necesitaba que todos respetaran las reglas, que tenía que “predicar con el ejemplo” para establecer autoridad.
Así fue como Daisy se convirtió en el chivo expiatorio que él usó para imponer disciplina.
Se convenció a sí misma de que Oliver solo separaba lo profesional de lo personal, que no tenía nada contra ella.
Pero ahora, años después, la escena se repetía, solo que el trato era distinto. Y esa diferencia le pegó como una bofetada.
Resultaba que Oliver sí podía hacer excepciones, solo que la persona por la que lo hacía no era ella.
Entre una persona y otra siempre hay una diferencia, igual que entre amar y no amar.

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