Daisy tampoco estaba en una situación mucho mejor.
Sin embargo, por más ocupada que estuviera, siempre se las arreglaba para pasar por ahí antes de dormir, solo para echar un vistazo. Como si con eso pudiera espantar todo el cansancio que cargaba encima.
En ese entonces, de verdad había querido quedarse al lado de Oliver para toda la vida.
Jamás imaginó que Vanesa le ganaría y terminaría mudándose primero a ese departamento.
Al final, cuando Yeray le preguntó, Daisy solo respondió que no había encontrado una casa adecuada.
Yeray, sin embargo, pareció captar lo que se escondía entre líneas.
—Ya llegará —soltó, seguro.
...
Al pasar frente a la florería en la planta baja, Daisy recordó que el ramo que había comprado la vez pasada ya se había marchitado. La mesa se veía tan vacía, tan triste, que, sin pensarlo mucho, decidió llevarse un ramo nuevo para casa.
La dependienta le recomendó con entusiasmo unas rosas rojas, diciendo que estaban buenísimas.
—Está bien, me llevo las rosas —accedió Daisy.
En realidad, cualquier flor le venía bien; ni se complicó pensando en el significado.
Las flores, tan vivas y coloridas, tenían ese efecto de levantarle el ánimo. Daisy llegó a la puerta de su departamento tarareando una canción, de tan buen humor que hasta el aire le sabía distinto.
Pero esa alegría se le esfumó de golpe en cuanto vio al hombre dentro de la casa.
Por un instante, Daisy no pudo creerlo. Volteó a ver la puerta, luego a Oliver.
Por poco pensó que estaba alucinando.
¿Acaso no había cambiado la clave de la puerta?
El lugar estaba a oscuras, así que no alcanzaba a distinguir la expresión de Oliver, aunque podía sentir en el aire esa frialdad distante que él despedía, como si llevara un letrero invisible de “no te acerques”.
—¿Tú… cómo entraste? —preguntó Daisy, de verdad intrigada.
No le gustaba esa sensación de tensión en el ambiente, así que encendió todas las luces del departamento.
A la luz, alcanzó a ver en los ojos de Oliver un destello cortante que desapareció tan rápido como había aparecido.
Oliver la miró desde arriba, con los ojos oscuros y ese aire indiferente.
—Así cambies la clave otras mil veces, igual voy a descifrarla —le soltó, seco.
Daisy sintió que se le apretaba el pecho, como si le hubieran metido una bola de algodón que no la dejaba respirar.
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