La habitación quedó sumida en un silencio tan profundo que hasta el aire parecía haberse convertido en hielo.
Oliver la miraba con una expresión tan distante y cortante, que sus ojos parecían dos cristales helados llenos de indiferencia.
Por fin, después de un rato, abrió la boca y su voz resultó más gélida que la propia noche:
—¿Es por Yeray?
Daisy se quedó en blanco un instante, incapaz de procesar lo que escuchaba.
No fue hasta que notó esa mueca burlona en el rostro de Oliver, ese brillo desdeñoso en su mirada, que entendió el verdadero significado de sus palabras.
Así que, para Oliver, ella, Daisy, ¿era ese tipo de persona?
Qué absurdo.
Quizá era el clima, que últimamente había bajado tanto la temperatura.
Daisy inhaló profundo, sintiendo cómo el frío le calaba hasta los huesos, como si sus órganos estuvieran cubiertos de escarcha.
Una sensación que le atravesaba el cuerpo.
¿Por qué?
Si el primero en voltear bandera había sido él.
El primero en traicionar también había sido él.
¿Y ahora la culpable era ella? ¿Por qué tenía que cargar con la culpa ajena?
El frío la mantenía en sus cabales. Se escuchó a sí misma responderle a Oliver sin apuro, con una calma casi desafiante:
—¿No fue eso lo que aprendí de ti? Eso de pasar de una cosa a otra sin problemas está interesante, ¿no crees?
...
Últimamente, todos en la oficina notaban que la incansable Ayala había cambiado. Ya no era la misma de antes.
Ahora llegaba y se iba puntual, y hasta su forma de vestir se veía diferente.
Se le notaba radiante, como si una luz nueva saliera de ella, lo que para muchos resultaba difícil de creer.
Porque, siendo honestos, todos sabían que en el trabajo le había ido mal, y en el amor... tampoco le había ido mejor.
Aunque el presidente Aguilar nunca admitió públicamente la relación entre ambos, los que sabían leer entre líneas lo entendían todo.
Ahora que “la oficial” había regresado, la mayoría apostaba que Daisy estaría hecha polvo, derrotada y sin ganas de nada.
Daisy no le hizo caso. Como siempre, dejó los documentos que Oliver debía revisar personalmente, junto con una nueva carta de renuncia, en su oficina. Luego se fue, puntual, marcando la hora de salida.
Nicolás caminaba de un lado a otro, desesperado.
Si el presidente Aguilar no autorizaba el presupuesto, el proyecto que tenía en manos se iría a la basura.
Y él contaba con ese proyecto para cerrar el año con broche de oro.
—Araceli, tú que te llevas bien con Ayala, ¿por qué no le pides el favor?
Nicolás ya estaba tan angustiado que recurría a cualquier opción. Mandó a Araceli, una de sus colaboradoras, a pedirle ayuda a Daisy.
Araceli, que en la última reunión de equipo había subido historias en Instagram tirándole indirectas a Daisy, dudaba en aceptar.
Aquel día, después de tomar unos tragos de más, publicó cosas sin pensar y olvidó bloquear a Daisy. Aunque después sus compañeros le avisaron y alcanzó a bloquearla, tenía la impresión de que Daisy ya lo había visto todo.
Tal vez por eso, en los últimos días, cada vez que le pedía algo a Daisy, esta le respondía con la misma indiferencia de siempre.
Si cometía un error, Daisy lo rechazaba directamente.
Nada que ver con antes, cuando le señalaba en qué se había equivocado y hasta le aconsejaba cómo corregirlo.
—¿Qué esperas? ¡Apúrate! —gruñó Nicolás, jalándose el cabello—. Si este proyecto no sale, ni tú ni yo vamos a durar aquí.

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