Capítulo noventa y cuatro: ¿Quién entiende a las mujeres?
"Narra Apolo Galanis"
Debería estar acostumbrado a que las cosas entre mi esposa y yo cambiaran en cuestión de segundos, pero no lo estaba. No me cabía en la cabeza que de ser el hombre más feliz del mundo y estar disfrutando de este viaje como si fuera una luna de miel, hubiéramos pasado a una discusión tan absurda, como las noticias infundadas de la prensa amarillista.
Mujeres… ¿Quién diablos las entendía? Yo no.
Bebí de mi copa de champán mientras trataba de seguirle la conversación a Leonidas. Tampoco era que me gustara dejar a Sofía con las mujeres para poder hablar de negocios con el viejo Gyros, pero no me quedaba de otra y ella parecía estárselas apañando muy bien.
—Puedes perder a la muchacha de vista por un, rato hijo —escuché una voz que conocía a la perfección a mis espaldas—. No creo que nadie en todo el mundo se atreva a tratar de robarle la mujer a Apolo Galanis. Buenas noches, caballeros.
El sujeto saludó al grupo en general, quienes le dieron la bienvenida como un amigo más.
—Ciro —me quedé de último para darle un buen abrazo como Dios mandaba. No lo había visto desde que había salido del hospital. Un montón de cosas habían sucedido desde entonces, a pesas de que solo habían sido unas semanas—. No sabía que estabas en Atenas.
—Tuve que pelearme con el médico y con mi hija, pero sí, he podido viajar.
—Me alegro de verte en una pieza —ignoré por completo la mención de su hija. Después de lo sucedido, yo no quería saber nada de Greta Palacios.
—Yo más, muchacho —me palmeó el hombro con suavidad—. Yo más.
Ciro se unió a la plática y mientras todos hablaban del impacto de la economía británica en el mercado griego yo no dejaba de mirar a mí mujer mientras me bebía lo que me quedaba en la copa y pedía otra.
—¿Tienes problemas con tu matrimonio, hijo? —preguntó Ciro con discreción.
—¿Por qué lo dices?
—Porque estás de mal humor, vas por tu tercera copa de champán en menos de media hora y no pierdes a tu esposa de vista con los ojos entrecerrados.
Dejé escapar un suspiro. Por eso quería a Cueo como un segundo padre, porque desde que yo tenía memoria siempre había estado ahí para mí y me conocía también como mi propio padre.
—No pasa nada, solo… —me sinceré, aunque ni yo sabía muy bien qué decir. No sabía exactamente lo que me sucedía, solo me daba rabia de que la magia de la Luna de miel en Grecia se hubiera roto—. No entiendo a las mujeres. Cuando piensas que estás en tu mejor momento… ellas salen con algo.
—Las mujeres son un misterio, hijo —murmuró con una sonrisa paternal—. Pero no podemos vivir sin ellas. No te molestes en tratar de entenderlas, tu cerebro nunca podrá funcionar como el de ellas. No repitas lo que te voy a decir, pero ellas nos superan en casi todo y su inteligencia está a años luz de la nuestra… aunque no lo parezca.
—Si tú lo dices —resoplé al tiempo que me encogía de hombros.
—Dale un regalo —me sugirió—. Sorpréndela con algo diferente.
¿Un regalo? ¿Algo diferente? ¿Qué un viaje por Atenas y un yate solo para nosotros no era suficiente?
—Dile palabras dulces —siguió hablando el anciano—. Para nosotros los griegos es difícil ponernos en plan romántico, pero te aseguro que no hay mejor método de reconquista. Simplemente dile aquello que ella quiere oír y si eso no te funciona…
—¿Qué? —pregunté interesado, aunque está conversación me pareciera ridículo. Yo no me veía haciendo ese tipo de ridiculeces que hacían los hombres de las películas. Sencillamente no iba conmigo y me sentiría como un estúpido.
—Recurre a la vieja escuela: ponla celosa.
Quise reírme. Poner a mí mujer celosa solo empeoraría las cosas. Los consejos de Ciro probablemente funcionarían con cualquier mujer del planeta Tierra, excepto con la mía.
—Te agradezco el consejo, Ciro —esta vez fui yo el que le palmeó el hombro, a modo de despedido—. Ahora, si me disculpas, le debo un baile a mí esposa. Señores…
Me despedí del resto del grupo y emprendí el camino en dirección a mi mujer.
Sin embargo, alguien me impidió el paso y me detuve en seco.
—Creta —debí suponer que Ciro habría venido con su hija.
—Apolo, si me lo permites, yo…
—No, Creta —la interrumpí con gesto seco—. No te lo permito. Mantén la distancia por favor.
—Pero quiero disculparme —insistió—. Apolo por favor, por los viejos tiempos… ¿Qué no me merezco una oportunidad? Nos conocemos desde niños, hemos sido buenos amigos.
—No dejaré que te vayas sola.
—¿Estás seguro? —se giró hacia mí con una sonrisa inocente y maldit@ fuera si no interpretaba el papel a la perfección—. A mí no me importa.
Yo le lancé una dura mirada de advertencia y ella en respuesta amplió su sonrisa, como si me desafiara.
—Nos iremos juntos —espeté secamente.
—Por eso te adoro.
Se acercó y me besó los labios, sin importarle la presencia del resto del mundo a mi alrededor.
Yo desvié la mirada hacia Natalia y ella disimuló como pudo su incomodidad.
—Les deseo buenas noches entonces. Nos vemos mañana, Apolo —Natalia se acercó para despedirse con dos besos en las mejillas, mientras que a mí mujer solo le dio un asentimiento de cabeza algo temerosa—. Señora Galanis.
—Un placer conocerte, querida.
Me despedí de la gente que me importaba y veinte minutos después, estábamos tomando el ascensor hasta la planta baja.
—¿No volvemos en helicóptero?
—No —dije secamente. No le aclaré que había planeado darle un recorrido por la ciudad para que conociera a la Atenas nocturna. No estaba de humor—. ¿Te has vuelto loca?
—No. Es que esta mañana me he encontrado esto —dijo mostrándome un sobre que sacó de su bolso—. Y si crees que mi comportamiento reservado con tus amigos ha sido suficiente como para avergonzarte delante de ellos, ahora te darás cuenta de que has tenido mucha suerte, en realidad he sido muy benevolente contigo antes.
—Estoy seguro de que hay una buena razón para que estés actuando como una niña —añadí una vez nos subimos a la limusina.
—¿Cómo una niña? Pues fíjate que sí. ¡Toma! —me tiró unas fotos y unos recortes de revistas a la cara—. ¡Aquí están tu amante y tú! ¿Ves ahora de lo que se trata?

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