Los días se convirtieron en una rutina monótona y asfixiante.
Las mismas paredes blancas, el mismo pitido de la máquina, el mismo rostro devoto de Liam, que actuaba como un carcelero sonriente.-
Se había convertido en su guardián, en su filtro con el mundo exterior.
—El médico dice que es crucial que tu cerebro no reciba demasiados estímulos —le explicó el tercer día, mientras le acomodaba las almohadas con un cuidado exagerado—. Podría ser contraproducente para tu recuperación.
—Por eso he pedido que restrinjan las visitas al mínimo. Solo yo, y de vez en cuando Camelia y Julián. Son familia, lo entenderán.
Thaís lo miró desde la cama. Su cuerpo estaba débil, pero su mente, aunque vacía, estaba alerta.
—Pero… ¿y Virginia?
El nombre salió de sus labios antes de que pudiera pensarlo. No sabía quién era, pero la mención de su nombre le provocó una sensación cálida, un eco de lealtad.
La sonrisa de Liam se tensó por una fracción de segundo. Fue casi imperceptible, pero Thaís lo vio.
—Ah, Virginia. Claro. Es… muy intensa. Llamó ayer, gritando a las enfermeras. Le dije que estabas descansando, que lo mejor era esperar unos días más a que estuvieras más fuerte. No queremos que te altere con su… energía.
—¿Puedo hablar con ella? Quiero… creo que quiero escuchar su voz.
La petición era un tanteo, una pequeña prueba.
—Tu celular se rompió en la caída, mi amor. Hecho pedazos. Y el doctor recomendó evitar las pantallas y las llamadas por ahora. Es por tu bien. No te preocupes, yo le daré tus saludos.
Le acarició la mejilla. Su tacto era suave, pero se sentía como el barrote de una celda.
—Confía en mí. Yo sé lo que es mejor para ti.
Cada frase era una caricia, cada palabra estaba envuelta en una preocupación asfixiante.
Pero Thaís empezó a sentirse como un pájaro en una jaula de oro. Una jaula lujosa, pero jaula al fin y al cabo.
Liam controlaba todo. Sus comidas, sus medicinas, la información que recibía.



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