Ava se apartó del ventanal, con las piernas temblorosas. Se pasó una mano por el cabello, tratando de arreglar los mechones que él había desordenado.
Se alisó la falda de su vestido con movimientos nerviosos. Evitó mirarlo directamente, manteniendo la vista fija en la alfombra de lana gris.
Julian, ajeno a su estado, caminó hacia un pequeño bar de caoba oscura en una esquina de la oficina. Abrió una puerta de cristal y sacó una pesada licorera y un vaso.
El sonido del tapón de cristal al ser retirado fue agudo en el silencio. Vertió un líquido ambarino en el vaso.
Dejó la licorera y añadió dos cubos de hielo de un recipiente de plata. El tintineo del hielo contra el cristal pareció resonar en los oídos de Ava.
Él no se sirvió una bebida para ella. Nunca lo hacía.
Con el vaso en la mano, se giró y se apoyó en el bar. La observó por encima del borde del vaso, con una mirada calculadora.
El silencio se prolongó. Ava sentía su mirada sobre ella como un peso físico.
—He oído un rumor interesante hoy en la oficina —dijo él finalmente. Su tono era casual, conversacional.
Rompió el silencio de una manera que la hizo sentir un escalofrío.
—La gente habla. Dicen que podríamos tener... una complicación inesperada.
Sus palabras eran ligeras, casi divertidas, pero sus ojos eran duros. No había ni rastro de humor en ellos.
Ava sintió que la sangre se le helaba en las venas. Su mente se aceleró, buscando una negación, una coartada, cualquier cosa.
Levantó la barbilla y lo miró. —No sé de qué hablas, Julian.
Su propia voz sonaba extraña, más aguda de lo normal. —Es solo gente ociosa inventando historias.
Él sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos. Tomó un sorbo de su whisky, sin apartar la mirada de ella.
—Posiblemente —concedió, aunque su tono dejaba claro que no lo creía.
El miedo era una bola de hielo en su estómago. Pero la imagen de su madre en la cama del hospital, pálida y frágil, le dio una fuerza que no sabía que poseía.
Admitir la verdad era el fin. El fin del tratamiento, el fin de cualquier esperanza.
Reunió todo el coraje que le quedaba. Dio un paso hacia el escritorio y lo miró directamente a los ojos.
—No hay ningún problema —dijo, su voz sorprendentemente firme—. Te lo aseguro.
Julian la estudió durante un largo momento. El silencio era un campo de batalla invisible entre ellos.
Una pequeña y fría sonrisa se dibujó en sus labios. No parecía convencido en absoluto.
—Bien —dijo finalmente, reclinándose en su silla.
—Porque detesto las complicaciones. Y siempre me aseguro de eliminarlas.

Comentarios
Los comentarios de los lectores sobre la novela: El Contrato para Olvidarte