El deseo de un hombre de treinta años era crudo y directo.
Fabiola Campos ya ni siquiera recordaba cuánto tiempo llevaba él haciéndolo. Todo su cuerpo parecía desarmado, sumergido por una oleada de deseo tan intensa que apenas podía respirar.
Sebastián Benítez conocía su cuerpo a la perfección, sabía cada uno de sus puntos sensibles. No había una sola caricia innecesaria, cada movimiento era certero y experimentado.
—Desde mañana, no agendes nada en mi semana. Me voy de vacaciones. Reserva dos boletos de avión para Maldivas —dijo Sebastián por fin, de pie junto a la cama, vistiéndose despacio, como si nada lo apresurara.
Fabiola apenas pudo mover su cintura adormecida, pero en sus ojos cruzó un destello de alegría.
—¿Vas a llevarme de viaje, Sebastián?
Sebastián se quedó callado un instante, frunció el entrecejo y la miró.
—Voy con Martina Gallegos.
La sonrisa de Fabiola se congeló poco a poco. Bajó la cabeza, incómoda.
—Está bien, señor Sebastián...
Al notar que Fabiola palidecía, Sebastián volvió a hablar.
—Fabiola, eres huérfana, todavía muy joven. Yo nunca voy a casarme contigo.
Fabiola levantó la mirada. Su sonrisa era amarga.
—Nunca esperé que te casaras conmigo... Si la señorita Martina ya regresó divorciada, ¿entonces lo nuestro, eso que siempre ocultamos, ya se puede acabar?
El rostro de Sebastián se endureció. Le revolvió el cabello con fastidio, aunque intentó suavizar su tono mientras le dejaba una tarjeta en la mesita de noche.
—Pórtate bien. Compra lo que quieras.
—Señor Sebastián, no quiero ser tu amante... —Fabiola lo miró desafiante. Ella sabía que Sebastián y Martina terminarían casados tarde o temprano.
—No es momento de hablar de eso. Si algún día me caso, lo platicamos. No te pongas caprichosa. Si seguimos o no, tú no decides —replicó Sebastián, ya con tono de molestia. Le lanzó una última mirada y salió del cuarto.
Solo cuando la puerta principal se cerró, Fabiola sintió un zumbido en los oídos, como si todo el mundo se hubiera apagado.
Era huérfana. Cuando entró a la universidad, por ser bonita atrajo la envidia de Renata Benítez, hija de una familia poderosa. Renata la había golpeado, le dejó un oído sordo, le rompió un dedo del pie y casi la deja ciega con una colilla de cigarro...
Alguien grabó todo y lo subió a internet. El escándalo no tardó en explotar.
La universidad tuvo que llamar a los padres. Quien fue a dar la cara por Renata fue Sebastián.
Sebastián era el hermano de Renata.
Quizá por proteger el honor del Grupo Benítez, o tal vez por lástima, Sebastián extendió la mano hacia Fabiola, que en ese momento no tenía ni un pedazo de piel sin herida. La primera frase que le dijo fue: “No te preocupes, ya no dejaré que nadie te lastime”.
Fabiola se aferró a esa promesa. Débil, sí, pero era todo lo que tenía.
Se enamoró de Sebastián porque, en su época más vulnerable, él llenó todas sus fantasías sobre el afecto y la seguridad que un hombre podía darle.
Alguna vez pensó que Sebastián era su salvación. Pero ahora... Sebastián no la amaba, aunque tampoco la dejaba ir.


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